En vísperas de un nuevo 24 de marzo, el historiador Pablo Pozzi nos propone reflexionar sobre un aspecto no muchas veces mencionado de la dictadura genocida del ’76: la profunda resistencia obrera que hubo a dicho régimen represivo. “… la gran mayoría de las historias cuentan a los trabajadores como víctimas, nunca como luchadores antidictatoriales. Y sin embargo, sin esa decisión obrera no habría habido apertura electoral en 1983” sostiene Pozzi, autor del libro Oposición obrera a la dictadura (1976.1983), Editorial Contrapunto, 1988; entre tantísimos otros títulos sobre la historia del movimiento obrero argentino y norteamericano.


Por Pablo A. Pozzi

El proyecto de reorganización nacional de la Argentina no se inició el 24 de marzo de 1976 sino muchos meses antes con la aparición de la Triple A, el Operativo Independencia y el plan económico del ministro de Economía, Celestino Rodrigo. Sin embargo, este proyecto se efectivizó a partir del momento en que las Fuerzas Armadas tomaron el poder y lo detentaron exclusivamente, sin frenos institucionales. A partir de ese momento se desató una represión sin precedentes sobre el activismo obrero. El mismo 24 de marzo de 1976, ante un conflicto laboral en la planta IKA Renault de Córdoba, el Ejército acudió a la fábrica donde fue resueltamente enfrentado por los obreros que lo obligaron a retirarse. En las semanas siguientes las fuerzas represivas se dedicaron a secuestrar y asesinar a distintos delegados y obreros combativos de la fábrica. A principios de abril en la fábrica General Motors de Barracas (Capital Federal) entró en conflicto la sección pintura, siendo la misma ocupada por fuerzas represivas que arrestaron a tres de los huelguistas. Inmediatamente toda la fábrica entró en huelga, obligando al régimen a liberar a los tres compañeros detenidos.

Se calcula que en los primeros días del golpe en el Gran Buenos Aires hubo más de 1.200 secuestros por fuerzas de seguridad. El día 26 de marzo la fábrica Peugeot fue invadida por carros blindados, los obreros fueron concentrados en el patio central y los documentos fueron revisados uno por uno. Idénticas operaciones se realizaron en Chrysler donde se llevaron a diez delegados. Seis más fueron detenidos en la fábrica de Alpargatas y en la siderúrgica Gurmendi se llevaron a otros veinte. Más de 200 obreros fueron secuestrados en Villa Constitución sin que ninguna fuerza de seguridad reconociera haberlos detenido. En la misma zona, el gobierno militar estableció una fuerza provincial de seguridad conocida como “Los Pumas”, cuyos efectivos se alojaban en forma permanente en la planta de Acindar.[1] Decenas de cadáveres aparecían a través del país mutilados bárbaramente. A mediados de 1977 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) denunció la existencia de 18.000 desaparecidos y 6.000 presos políticos, entre ellos 400 sindicalistas, en la Argentina. Dada la magnitud de la represión y sus características, es evidente que el régimen debe haber contado con el apoyo decidido de los empresarios a través de los encargados de personal los cuales podían facilitar la infiltración de un lugar de trabajo al igualque señalar a los activistas. Una fuente calcula que el 53,7% de todas las desapariciones en la Argentina, entre 1976 y 1983, corresponden al movimiento obrero.[2] Otros cálculos son más altos. El primero del diciembre de 1977, el Senador Edward Kennedy incluyó en las Actas del Senado de los Estados Unidos una estadística sobre la represión en la Argentina. Kennedy calculó en ese entonces que el 31,3% de la población carcelaria argentina se encontraba detenida por actividades como dirigentes sindicales o activistas.[3]

¿Por qué tanto salvajismo contra los trabajadores? La respuesta debería ser evidente: porque fue la clase obrera que el mismo 24 de marzo de 1976 se enfrentó a la dictadura. Lo notable de esto es que la gran mayoría de las historias cuentan a los trabajadores como víctimas, nunca como luchadores antidictatoriales. Y sin embargo, sin esa decisión obrera no habría habido apertura electoral en 1983.

Es común hoy en día leer y escuchar, ambos explícita e implícitamente, la noción de que la Junta Militar argentina tuvo que ceder el retorno a la democracia, en 1983, “como resultado de la Guerra de las Malvinas” y porque “no podían arreglar la bancarrota del país”. En ambos conceptos está implícita la idea de que los militares concedieron la democracia y que se retiraron del poder por su propia incompetencia. De hecho, dirían estos analistas que la clase obrera y el pueblo fueron derrotados y que si fuera por éstos todavía estaría la dictadura en el poder. En todos los casos hacen alusión a los ejemplos de Chile y Uruguay para demostrar pueblos que sí lucharon contra sus dictaduras.

Disentir de esta hipótesis no es tarea fácil, no sólo por que la han sustentado distintos y muy brillantes exponentes que la han difundido y defendido como funcional a la reconstrucción de una democracia burguesa, sino porque (como toda idea hegemónica) encierra elementos de verdad que dificultan visualizar la realidad. Es correcto que el antecedente directo que llevó a la retirada de los militares fue la derrota de las Malvinas. Asimismo, es cierto que la lucha de la clase obrera argentina no tuvo la intensidad y organización de las de otros pueblos. Pero pienso que la realidad ha sido muchísimo más compleja. La posición política que minimiza, o descarta, el papel de la clase obrera en la caída de la dictadura tiene su base en un profundo derrotismo y desprecio de todas las luchas que se desarrollaron, en condiciones sumamente difíciles, durante la dictadura. Al mismo tiempo apuntan a desarmar a la clase obrera y a negarle la posibilidad de ser, una vez más, un protagonista central en el desarrollo histórico argentino. En síntesis, es una posición que, escondida tras un falso democratismo, encierra la profunda convicción que la clase obrera y el pueblo no tienen futuro porque han retrocedido en conciencia gracias a la derrota. Por ende, hay que aceptar lo inevitable y en vez de reivindicar un mundo mejor y más humano, sin explotadores ni explotados, nos plantean que lo único posible es este capitalismo: malo pero lo mejor de lo posible.

Son muchos los factores que se conjugaron para lograr el retorno a la democracia electoral en 1983. La crisis mundial del capitalismo fue uno de los aspectos más importantes, puesto que dificultó el acceso masivo a capitales de inversión productiva que requería el ministro de economía de la Dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz y al mismo tiempo favoreció la especulación cortoplacista y endeudadora. La solidaridad internacional fue importantísima para desgastar moralmente a la Dictadura y bloquearle ciertos recursos; como por ejemplo, se logró que se cortara la ayuda militar de los Estados Unidos. Más importante aun fueron las expresiones de resistencia del conjunto del pueblo argentino a pesar del terrorismo de estado: los asalariados realizaron numerosas huelgas y sabotajes; hubo toma de municipalidades como el “lanusazo” en 1982; los productores del Alto Valle de Río Negro realizaron varias movilizaciones; las expresiones culturales subterráneas sirvieron para gestar y mantener un espíritu opositor; y hubo una denodada resistencia política que abarcó desde las Madres de la Plaza de Mayo, hasta el activismo de izquierda y algunos, muy contados políticos como Vicente Saadi, Luis León u Oscar Alende. Pero lo fundamental en todo esto fue el papel que jugó la clase obrera que se relacionó con todos los otros factores y constituyó la base material de los mismos. De hecho, existe un estudio realizado por la corporación japonesa Mitsubishi, a fines de 1977, sobre la posibilidad de realizar inversiones productivas en Argentina. El estudio concluía que no era indicado invertir porque la Junta no podía garantizar la estabilidad laboral a largo plazo. Como resultado las inversiones que se realizaron fueron dirigidas ya sea a la especulación o a comprar empresas económicamente sanas, y no a crear otras nuevas. Asimismo, las corporaciones Gulf Oil, IBM, Exxon consideraban, en la reunión de LASA de abril 1979 realizada en Pittsburgh, EEUU, que el plan económico de Martínez de Hoz había fracasado; lo que no les impidió aprovecharse de la famosa tablita para realizar pigües negocios. Por último, las mismas contradicciones entre los militares argentinos tenían como base material el problema obrero. El general Bussi, represor de Tucumán, se opuso a despidos masivos y cierres de fábricas, como requería la “eficientización” de Martínez de Hoz, por miedo a que ésto aumentase los números de la “guerrilla industrial”.

Distintos análisis han apuntado que ya a fines de 1975 existía un reflujo en la clase obrera argentina, con el objetivo de no brindar blancos fáciles a la represión; esto a pesar de que la vanguardia –el clasismo y las organizaciones revolucionarias—seguía una política de enfrentamiento con la represión. Al darse el golpe de estado, el movimiento obrero en su amplia mayoría, ya estaba realizando el duro proceso de aprendizaje que redituaría el desarrollo de otros métodos de lucha y de organización, aprendiendo de los errores que se realizaban durante la época. Así, por ejemplo, tenemos las huelgas automotrices de julio, agosto y septiembre de 1976 que fueron brutalmente reprimidas con desapariciones, detenciones, asesinatos y ocupaciones de fábricas por parte de las FFAA. Lo mismo ocurre con otros sectores obreros: metalúrgicos (marzo 1976), los portuarios (noviembre 1976) y los trabajadores de Luz y Fuerza (noviembre 1976 a marzo 1977). El gran valor de estas luchas es que en ellas se fueron ensayando nuevos métodos y desepolvando viejos, para llegar a las mejores formas de oponerse al régimen: no dar blancos fáciles al enemigo y por eso recurrir a todas las medidas que no lleven a un enfrentamiento abierto ni señalen con facilidad a los dirigentes.

Así, en base a la experiencia y al ejemplo, se concretaron a través de 1976 y 1977 una serie de formas de lucha que se ajustaban a una correlación de fuerzas desfavorable y a la represión salvaje: “trabajo a tristeza”, “trabajo a reglamento”, quite de colaboración y sabotaje. Los resultados se hicieron sentir: a fines de 1976 Renault anunció que su producción había bajado 85%; en la siderúrgica Dalmine el 30% de las chapas estaban fisuradas; el 25% de los autos que producía General Motors salían dañados. Sin olvidar la inventiva de los obreros, por ejemplo los de Mercedes Benz los cuales recurrieron al Himno Nacional para frenar la ocupación de la fábrica por el Ejército durante una medida de fuerza.

En octubre de 1977 ocurrió una oleada de huelgas al margen de las direcciones sindicales que resultaron en la renuncia del Ministro de Planeamiento, General Díaz Bessone, y frenaron el ritmo del plan militar. Un año más tarde la revista Mercado registraba 1.300 conflictos y medidas de fuerza durante el mes de octubre de 1978 en la provincia de Buenos Aires solamente. La revista señalaba que la mayoría de los conflictos no trascendían a la prensa y al mismo tiempo eran en general pequeños y de corta duración. En enero de 1979 ocurrió la primera toma de fábrica desde fines de 1976, cuando el día 27 entraron en conflicto los obreros de Aceros Ohler. Durante los primeros diez meses de 1979 los cálculos basados en medidas de fuerza reportadas en la prensa (necesarimente muy por debajo de la realidad) dejaban un saldo de más de 500.000 días/hombre de paros. Es así como se dio la Jornada Nacional de Protesta, llamada por un sector de la burocracia sindical el 27 de abril de 1979. La extensión del paro llamado por la Comisión de los 25 se calculó en un 40% de la fuerza laboral, pero su importancia no fue el nivel de adhesión sino el hecho de que la medida fuera llamada por un sector de la burocracia  demostrando en concreto la presión que ésta sentía para tomar medidas más combativas respecto del régimen.

En 1980 se continuó con la toma de fábricas (Deutz, La Cantábrica, Sevel, Merex), con paros coordinando la comunidad con los obreros (Tafí Viejo, Ingenio Ñuñorco), coordinadoras gremiales clandestinas (subterráneos, marítimos), legales (gremios del estado, transportes), y movilizaciones (Deutz, La Cantábrica). A esto se agregó el “paro sorpresivo” cuyas características eran: corta duración, total sorpresa, niveles de organización muy altos que permiten conseguir desde la base altos niveles de efectividad.

Otra huelga general en 1981 más la continuación de los conflictos apuntados anteriormente se conforma como la base material para las movilizaciones que ya van abarcando otros sectores, hasta desembocar el 30 de marzo de 1982 en una masiva movilización que fue salvajemente reprimida.

Es cierto que por sí sola, toda esta actividad no fue la única razón de la caída de la dictadura. Es cierto, además, que la derrota de las Malvinas aceleró el proceso hacia la apertura electoral. Pero también es cierto que hubo una resistencia obrera golpeada y con problemas organizativos, que dificultó la aplicación del plan económico y se presentó como un tremendo escollo al éxito de la Dictadura.

Que esta actividad no fue generalizada en la sociedad argentina y que no logró fusionarse con la de otros sectores sociales y transformarse en un sostenido auge de masas es indiscutible tantos años más tarde. Para que esto hubiera ocurrido hacía falta que la izquierda hubiera sobrevivido a la dictadura con capacidad organizativa, con inserción obrera y con una política de construcción revolucionaria. La resistencia obrera careció de un proyecto político propio y tuvo un carácter anárquico y espontáneo, pero fue fundamental para el fracaso del régimen. Esta resistencia le restó legitimidad a la Junta y puso límites a su libertad para aplicar en profundidad su proyecto. Sólo así se puede comprender el fracaso del plan económico de la dictadura y su necesidad de una “fuga hacia delante” a través de la guerra de Malvinas.


[1] Agencia de Noticias Clandestinas (ANCLA) 11 ago. 1976.

[2] Estadística del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos del Cono Sur (CLAMOR), San Pablo, Brasil.

[3] Véase Denuncia, febrero 1978, p. 5.