Artículo publicado en el blog Miguel Espinaco – Cosas para leer

Por Miguel Espinaco

Es tiempo de elecciones en Argentina y entonces es un buen momento para pensar cuan democrática es realmente la democracia. 

Y ya que vamos a hablar de eso, aprovechemos y no hablemos nada más que de Argentina, de esta democracia que nos está cumpliendo cuarenta años, sino de la democracia en general, ese régimen político en el que parece que todos valemos lo mismo porque cada persona vale un voto.

¿Pero es eso cierto? ¿Valen nuestras opiniones de verdad lo mismo?

La gran contradicción

Antes que nada, conviene precisar que no hablamos de cualquier democracia sino de la democracia del mundo actual que es el mundo capitalista, ese mundo en el que algunos tienen mucho más poder o mucho más dinero o mucho más de ambas cosas a la vez que todo el resto.

Ese asunto no es poca cosa, especialmente porque desde los 80 del siglo pasado no son pocos los que afirman que el capitalismo es la condición sine qua non de la democracia.  Fue Milton Friedman el que le dio forma a esa idea de que “la Libertad económica es un requisito esencial de la libertad política” pero fueron los gobiernos de fines del siglo pasado – especialmente los gobiernos de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan en el norte del mundo – los que llevaron eso al plano de las verdades indiscutibles, un poco repitiendo para convencer a los cerebros y otro poco golpeando para convencer a los cuerpos.

Bien visto, resulta algo incomprensible que esa afirmación haya conseguido tanta prensa, porque salta a la vista que esa “libertad económica” que hace a algunos escandalosamente ricos y a muchos brutalmente pobres no puede convivir con una democracia en la que se supone que cada cual vota lo que le parece mejor, sin presiones de ninguna índole.

La historia de la democracia y el capitalismo ha sido justamente el devenir de esa contradicción.  La revolución francesa con su libertad, su igualdad y su fraternidad declaradas, instaló por aquellos tiempos el llamado voto censitario que permitían votar sólo a los varones que pudieran probar que tenían propiedad.  Esa restricción que les daba el derecho a voto sólo a los propietarios, no se eliminó hasta 1848 en que el sistema fue sustituido por el sufragio universal masculino.

En Argentina – aunque no dudes que también en otros lugares – el control de los propietarios se aplicaba con formas menos transparentes.  Las patotas que gritaban “qué viva el doctor” y que te decían “usted ya votó”, fueron popularizadas por la literatura costumbrista y por algunas películas.  El voto secreto que apuntaba a terminar con estas formas tan primitivas, recién fue instaurado en 1911.

El voto femenino fue también impedido durante mucho tiempo.  Empezó a aparecer fugazmente en el siglo XIX en algunos países, pero recién hizo pie en Europa durante la revolución rusa en 1917 y en 1931 en España con los Republicanos, y no llegó a Francia hasta 1944.  En las elecciones nacionales argentinas debutó recién en 1951.

Todas esas restricciones fueron superándose poco a poco, al mismo tiempo que era reemplazadas por otros métodos más sofisticados de control social que servían para seguir garantizando que la democracia no fuera tan democrática como para que los que tienen poco – que son muchos más – se impongan a los que tienen mucho, que son tan poquitos.

El voto de plata

Una persona un voto, supone ante todo una situación en que los electores tienen tiempo de evaluar las propuestas políticas para decidir un voto razonado.

Está claro que esa primera condición no existe en el mundo capitalista, ya que ese mundo se divide entre los profesionales de la política y los que no lo son que son la mayoría, los tipos del montón, esos que andan en general bastante ocupados intentando llegar a fin de mes.

Son esos “profesionales” de la política – los que manejan el Estado y los partidos que sostienen el status quo – los que cuentan con redes clientelares, con mucha gente acomodada en los puestos políticos y en los puestos del Estado, con redes de punteros que deciden en los barrios a quién darle y a quién no, con sindicatos bajo su control, con organizaciones de todo tipo y color que desarrollan una red de dependencias en todo el entramado social.  Son ellos los que pueden manipular el voto de millones.

Pero no es sólo ese control de lo que podríamos llamar “el aparato” de los políticos.  El manejo de las reglamentaciones les permite también diseñar formatos electorales para direccionar el voto y perpetuar a sus redes de amigos en el poder: leyes de lemas, acoples y votos sábana son formas que se utilizan para eso, pero hay otras más complejas.  Ya hemos visto en estos últimos meses a los gobernadores decidiendo si les convenía hacer las elecciones en la misma fecha o en fechas distintas a las nacionales, o al Jefe de Gobierno porteño viendo si mejor la lista sábana o la boleta única que privilegia las caritas y no el arrastre, o al peronismo y a su oposición evaluando si conviene ir juntos o separados no por cuestiones ideológicas, sino para mantener todos los votos en la bolsa.

Son también esos profesionales de la política los que arman los “relatos”, las ideas fuerza que direccionan el voto de millones, disimulando las propuestas que son las que deberían contar.  Entonces aparece en Argentina la famosa “grieta” – que vino a reemplazar al viejo bipartidismo – y entonces detrás de ella se forja la idea de “voto útil” que te lleva al corralito de votar a uno para que no gane el otro que supuestamente es peor, un voto que por supuesto termina siendo completamente inútil para los votantes, pero que a los profesionales de la política les viene bárbaro.

Billetera mata urna

Sin embargo, sería un error detenerse en estos personeros del engaña pichanga electoral.  La reinstalación del viejo término “casta” –  traído al presente por uno de los profesionales de la política más de moda – ha venido a ponerlos en primer plano, pero conviene no olvidarse de los que manejan los piolines de estas marionetas que son bien caras, pero que son marionetas al fin.

El escándalo de los millones que se manejan en cada proceso electoral no se reduce a la cartelería visible, a las propagandas en la tele, a la folletería que inunda las veredas y las puertas de las casas.  Eso que se ve en la superficie es – a pesar de que es bien caro – lo más barato de todo, porque lo grueso, lo verdaderamente importante, está escondido bajo la superficie.

Los grandes empresarios, los banqueros, los dueños de campos, de acciones y de bonos, los dueños del país, viven invirtiendo en la política con una visión estratégica.  Por eso hay siempre plata para universidades que fabrican en serie a sus charlatanes de cabecera, para fundaciones que los amontonan a pensar como instalar la ideología que le conviene a los ricos, para iglesias que mantienen a los votantes más preocupados por el cielo que por la tierra, para medios de difusión que se encargarán de entrar a tu comedor de la mano de periodistas devenidos en operadores políticos y dedicados a instalar agendas y caritas de dirigentes políticos.

Porque hacer “votable” a un candidato cuesta millones, es algo así como armar un Frankenstein, montarlo en un laboratorio parte por parte, enseñarle cómo hablar y qué decir – coaching le dicen – peinarlo y sacarlo a pasear por los estudios de televisión para hacerlo conocido, para que la gente pueda amarlo y odiarlo, si es posible en partes iguales, para mantener la ficción de que el voto después decidirá algo. 

Sin embargo, hay todavía una más específica “plata de la política” que aparece de vez en cuando a la vista de todos cuando se avientan dólares en los conventos o cuando hay que inventar aportantes truchos para esconder a los verdaderos aportantes, siempre ellos claro, los que tienen las billeteras repletas de plata negra que sirve después – y por ejemplo – para repartir en sobres a los periodistas amigos que los esconderán velozmente de la vista del querido público, mientras le hablan con mucha seriedad de qué cosa fea que es la corrupción.

Es cierto – y es necesario escribirlo para que no queden dudas – que cualquier democracia es mejor que cualquier dictadura, pero eso no quiere decir que tengamos que hacernos los distraídos y creer la ficción de que cada cual tiene un voto, porque los profesionales de la política llevan de acá para allá montones de votos a maniobra limpia y porque – por sobre todo – billetera mata urna, el que tiene montañas de dólares para crear y para derrumbar famosos, para instalar un sentido común que por lo común no tiene ningún sentido y para vender sus candidatos mostrándolos en las mejores vidrieras, ese, es el que tiene el verdadero voto de oro.