Pasaron ya varios días de la muerte de Nora Cortiñas y aún no nos hacemos a la idea de su ausencia física. El jueves 6 de junio, al cumplirse una semana de su partida, la ronda de las madres se convirtió en una celebración de su vida y su lucha. Sin duda, Norita estaba presente allí, como lo estuvo tantos jueves, reclamando contra todas las injusticias sociales.
Por Elizabeth Moretti
Hay en el ámbito de las luchas sociales y revolucionarias una frase que, no por repetida resulta menos esclarecedora. Hablamos de la definición de Bertolt Brecht sobre aquellas personas que, por elegir luchar durante toda su vida, resultan indispensables. Nora Morales de Cortiñas es, sin lugar a dudas, uno de estos seres indispensables para la lucha por la vida en este rincón del mundo.
Pensar en que Norita ya no podrá estar, con esa inmensidad encarnada en apenas un metro y medio, cada jueves en la Plaza, nos parece imposible. No concebimos un mundo en el que tal desatino sea siquiera aceptable.
Sin embargo, como decía un poema que recuerdo solo a tientas -o que quizás me inventé- la realidad es fría e inmutable; por lo tanto, la realidad es cruel. Y toda esa crueldad nos golpeó de frente el jueves 30 de mayo, cuando nos enteramos de la muerte de Norita, la madre de todas las luchas.
Y como todo aquel a quien se le muere una madre, quedamos un poco huérfanos desde entonces. Y en esa orfandad, salimos a buscarla en los lugares que ella frecuentaba.
Las redes sociales se inundaron de Noritas, de su sonrisa y de su compromiso inclaudicable; de sus palabras, de su lucha. De todas sus luchas.
Muchos y muchas recordaron lo que ella siempre decía: “vengan el jueves a la Plaza” y eso hicieron. Y Plaza de Mayo se llenó de gente, grandes, jóvenes y chicos, que hicieron lo que ella venía haciendo desde aquel lejano y oscuro 1977: la clásica ronda de los jueves.
Al pensar en Norita, entonces, nos sentimos huérfanos y nos sentimos tristes y, por qué no, enojados. Nora Cortiñas murió sin haber encontrado los restos de su hijo Gustavo (desaparecido en 1977); y esa es una deuda que deberemos saldar, con ella y con todas las madres, padres, familiares y amigos de los treinta mil. Peleando por que el estado abra los archivos del terrorismo de estado para conocer el destino de los desaparecidos y restituir la identidad de los cientos de niños y niñas (hoy adultos) apropiados por los genocidas.
Pero también nos sentimos agradecidos, aunque sea por haber compartido el mismo tiempo con alguien como ella, por haber pisado alguna vez las mismas baldosas por las que ella caminó, por sabernos, de alguna manera, sus hijos.
Pensar en Norita es, entonces, también una alegría. Porque ella supo construir desde la alegría. Porque su lucha, que la llevó a lugares tan aparentemente lejanos como el Kurdistán -para solidarizarse con las mujeres que allí combaten- o a Palestina; siempre se construyó desde el amor.
Alguna vez, en una entrevista que le hiciéramos, le preguntábamos qué la impulsaba a seguir peleando, y las primeras palabras de esa respuesta fueron: “Me impulsa el amor…”
Esa era Norita, la indispensable, la siempre presente, la de una lucidez a toda prueba, la solidaria, la valiente. La que nos enseñó que se puede luchar también desde la ternura. La madre de todas las luchas.