Por Juanjo Lázzari

La siguiente nota fue publicada en la revista Disonancia Nº 5, publicada en febrero de 2019, en plena efervescencia, aun, del triunfo del “millo” sobre el “xeneize”, y si me decido a republicarla más de dos años después, no es para seguir haciendo leña del árbol caído, no es mi estilo ni el eje de la nota, sino porque lo escrito por aquellos días sigue estando vigente en éstos.

El “pan y circo” montado alrededor del fútbol no puede detenerse jamás, aunque tengamos que ver imágenes como las que vimos en la Libertadores de este año con los jugadores del Junior y de River, tratando de protegerse de los efectos de los gases que se tiraban afuera, mientras en el estadio se ponía música a todo volumen para tapar los disparos con los que la policía reprimía a los manifestantes que pretendían detener el partido y visibilizar su protesta. Para peor, al día siguiente se llevó a cabo otro partido, por la misma copa, en el mismo estadio, que esta vez debió ser detenido en 5 oportunidades por las mismas razones que el día anterior. Una actitud valiente de los planteles de esos clubes, que por otro lado, han surgido de ese pueblo que lucha en las calles en todos lados, hubiera sido negarse a jugar. Pero eso ya no está en su ADN, son parte del engranaje capitalista que maneja el fútbol y ellos entienden que el circo debe continuar.

Días después recrudeció la pandemia en nuestro país y los planteles sintieron las consecuencias, algunos quedaron diezmados pero se tardó casi un mes en frenar, por pocos días, esta locura. Parar a medias, porque se seguirá jugando el torneo continental y seguramente la Copa América. Es que la fiesta del deporte no se puede parar. Mejor dicho, es el negocio capitalista el que no puede parar.

La pelota se manchó, Diego, y sigue manchada. Y mucho me temo que a vos también te usaron para mancharla


El fútbol como utopía realizada o negocio capitalista

El mes de noviembre del 2018, estuvo signado por los vaivenes del dólar, los desembolsos del FMI, el avance del gobierno y las patronales sobre los trabajadores, las agachadas de la conducción de la CGT, socios menores de aquéllos a la hora de dejar pasar todo. Pero noviembre del 2018 estuvo signado, además, por un hecho deportivo inédito: la final del máximo torneo continental enfrentaría a los dos equipos más importantes del futbol argentino: River y Boca, Boca y River.

Tan sólo segundos después de que Boca firmara su pase a la gran final frente al Palmeiras en San Pablo, nuestros genios del periodismo deportivo empezaron a derrochar titulares, dotando al partido de una condición épica casi sobrenatural. “La madre de todas las batallas”, “la final del mundo”, “la final soñada” y cosas por el estilo, buscando que nadie quedara al margen, que al menos por ese mes, un conflicto deportivo ocultara todos los otros conflictos que sufren y viven los argentinos y en especial los trabajadores.

La verdad es que la final cumplió con ese objetivo y con creces, pero las cosas no fueron tan sencillas. El primer partido se suspendería por un día ante un diluvio que inundó la cancha de Boca, postales del atraso. El segundo también tendría que posponerse, en este caso por casi 15 días, por el ataque con piedras de un sector de “hinchas” de River al desprotegido micro en el que viajaban los jugadores de Boca hacia el estadio monumental. Aquí la foto demuestra la convivencia de los llamados barra bravas, solventadas por los políticos, los dirigentes sindicales burocráticos y los propios dirigentes de los clubes, con la policía, socia en el amplio y variado espectro de negocios de estos facinerosos disfrazados con camisetas de fútbol. Total que los segundos 90 minutos que habrían de determinar el campeón, se jugaron 15 días  después y en… Madrid. Sí, en Madrid, la gran final de la copa que lleva como denominación el recuerdo a los libertadores de América se jugó en la casa de los conquistadores. Ahora la postal refiere a la dominación política y económica que los países imperiales siguen ejerciendo sobre nuestras vidas en todos los aspectos.

Alejándonos del hecho futbolístico en sí, trataré de pensar por qué el futbol, un juego maravilloso, trasciende lo lúdico y puede convertirse en un disciplinador de masas.

Hace un tiempo tropecé en INTERNET con un texto de un autor, para mí desconocido, Eduardo Paoletti, que hablaba del fútbol; me resultó curioso una afirmación que hace en dicho escrito:

“…quizás será que este deporte está desprovisto de clase, de diferencias sociales. Porque no necesita más que la pelota para ponernos en condición de igualdad y cumplir con esa utopía que Marx pretende, de pasar a esa etapa más científica donde el comunismo se haga realidad, y que en la cancha parece suceder”.

No conozco la trayectoria ni la filiación política, si la tuviera, del tal Paoletti, pero esa cita por extendida y repetida, me pareció interesante para intentar aclarar, que no suene a soberbio, algunos errores muy comunes.

Si leemos a Marx y Engels en “Critica a la filosofía alemana” podemos acercarnos a eso que Paoletti denomina utopía:

para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el actual estado de cosas”.

Hay algo que el autor y muchos que piensan como él parecen desconocer, es que ese “deporte desprovisto de clases sociales…”, no es solamente 11 jugadores enfrentados a otros 11, en permanente disputa por un balón. Detrás de un simple espectáculo deportivo hay un circo armado para utilizar el futbol como un aparato de dominación estatal o lo que es lo mismo, de dominación ideológica. Por eso debe vender la imagen de estar por encima de las clases sociales y de alguna manera ser superador de ese conflicto permanente, como insinúa Paoletti. Idea que se cae fácilmente con sólo ir a la cancha y ver que existen entradas para pobres y entradas para ricos, o que a los partidos los puede ver por televisión cualquiera que pueda pagar el canal codificado, porque para el sistema capitalista -como dijo el CEO de TyC- “lo más democrático es pagar para ver”.

Volvamos un poco para atrás. Se suele decir que el fútbol, para el argentino, es una pasión y un sentimiento, que nos viene de adentro y que se comparte con millones. Esta definición no explica por qué, cuando llegan estos partidos como la final tan esperada, o los campeonatos mundiales, aquellos a los que poco les importa el futbol, se vuelven fanáticos, miran todos los enfrentamientos y hablan como si fueran expertos en la materia, para, una vez terminado el certamen, volver a su apatía original por el deporte.

Preferimos entender, entonces, que al fútbol como un hecho social, como lo definiera alguna vez Emile Durkheim, que se representa por un orden de acontecimientos que contienen características particulares, modos de actuar, pensar y sentir, exteriores al individuo, y que dotan los dotan de un poder de coacción por el cual se imponen al sujeto. En esta definición queda claro que tienen su origen fuera de cada ser humano en su existencia particular, alejado de su voluntad y para nada son producto de sus deseos.

Pero aun si fuera verdad lo que expresa Paoletti cuando dice que el fútbol es un deporte “desprovisto de clases sociales”, esto no sería porque haya concretado ninguna revolución social, sino porque el balompié se ha puesto por encima de las clases sociales y no para cumplir la supuesta utopía marxista de eliminar la brecha que las separan, sino para naturalizarla. De esta manera, el fútbol se convierte en un aparato ideológico del estado, y por Lenin sabemos que el estado es un instrumento de dominación de clases.

Quien esto escribe ama este hermoso juego hasta lo indecible y pierde toda racionalidad cuando los colores de su equipo favorito saltan a la cancha, pero no por eso deja de reconocer que, en realidad, la pelota no marca ninguna igualdad sino que, bien mirado, establece las verdaderas diferencias entre los dueños de la pelota, y los que apenas podemos seguir los partidos por la radio, como en los viejos tiempos.

Alguien dijo alguna vez que el futbol recuperará su carácter lúdico cuando 20.000 lo jueguen en una cancha y 20 lo miren en la tribuna, pero para eso ocurra, deberá pasar algo que cambie este estado de cosas.