A pocos días que la pelota dejara de rodar en el mundial de Qatar, el ejército del estado fascista de Israel asesinó al futbolista palestino Ahmad Atef Daragmah en la ciudad ocupada de Nablus. Tenía 23 años y jugaba en el club palestino Thaqafi Tulkarem. Mientras tanto en Irán, otro futbolista, Amir Nasr-Azadani, de 26 años, corre el riesgo de ser ajusticiado por el régimen de los Ayatolás.

Corría 1978 y Argentina se preparaba para ser la sede del Mundial de futbol. Lo supimos meses antes porque se llevaron compañeras del penal de Devoto. Un frío corrió por nuestras espaldas. ¿A dónde? ¿Para qué?. Éramos unas 800 presas políticas de la dictadura militar, distribuidas en dos edificios, uno de 3 pisos con hasta 7 pabellones y otro de 8 pisos con alrededor de 20 celulares. En los pabellones cabían hasta 30 detenidas. En los celulares, 4 por cada uno en un espacio de 3×2,50 m, con letrina incluida. Allí estábamos encerradas las 24 hs salvo 1 hora de recreo en el patio.

Casi 15 días han pasado de aquel jueves 6 de octubre en que los hinchas triperos -así se autodenominan y son reconocidos los simpatizantes de Gimnasia y Esgrima de La Plata- se acercaron a su estadio para vivir una fiesta. Familias enteras, jóvenes parejas con sus pequeños hijos de la mano o aun en brazos; todos esperaban un eventual triunfo de su equipo que los acercaría al tope de la tabla, habilitándolos a soñar con ese campeonato que les coqueteó en varias ocasiones pero que nunca pudieron consumar. Iban con la sensación de que si ellos ponían todo desde las tribunas, los jugadores en la cancha sentirían ese jugador extra y tal vez, esta vez sí, el milagro alumbrara. Iban armados solo con la pasión y las banderas, inocentes, a disfrutar de las pocas cosas en que los sectores populares pueden encontrar disfrute por estos días. Nadie esperaba la represión furiosa y artera que estaban a punto de sufrir.