Nota publicada originalmente en el portal Viento Sur

Por Palheta Ugo

¿Dónde está el movimiento que se inició en Francia el 19 de enero para obtener la retirada de otra contrarreforma de las pensiones y una victoria contra un presidente ampliamente odiado? Para quienes imaginaban una exhibición de honor sindical incapaz de interponerse en el camino de la apisonadora neoliberal, sólo unos meses después de la reelección de Macron, los trabajadores, los movimientos sociales y la izquierda demostraron que el gobierno no podía contar con la apatía generalizada. Aún no se trata de una ruptura con el orden establecido, pero ya es mucho. En este artículo, Ugo Palheta examina el potencial, los límites y también los retos inmediatos y estratégicos de la lucha actual, con el fin de aportar elementos de reflexión.

I

En muchos sentidos, el movimiento que se está desarrollando en Francia desde el 19 de enero es apasionante. En apenas dos meses, ha cambiado profundamente la atmósfera política del país, ha hecho retroceder el derrotismo reinante, ha desestabilizado (incluso asustado) a los celosos defensores del orden social establecido y de las políticas neoliberales y ha ampliado las expectativas de los millones de personas que han entrado en la lucha y, al hacerlo, han empezado a tomar conciencia de su fuerza. Sobre todo, al mostrar el aislamiento social del gobierno macronista, esta movilización ha acentuado la crisis de hegemonía que se profundiza en Francia desde hace años; ha cristalizado un descontento social que no encontraba necesariamente vías para expresarse políticamente y ha transformado en rabia legítima la desconfianza generalizada de una gran parte de la población –en particular la clase obrera y la juventud– hacia Macron y su gobierno.

II

A partir de ahí, lo que está en juego ya no es sólo la contrarreforma de las pensiones, no es simplemente [la cuestión] social, en el sentido restrictivo de sindical. Es un movimiento eminente y plenamente político: desde el momento que adquiere una dimensión nacional y se extiende y arraiga ampliamente en la sociedad, el movimiento se afirma como una confrontación no con tal o cual capitalista (como en el caso de una lucha contra los despidos o los recortes de empleo en una empresa), no con tal o cual medida sectorial (por importante que sea), sino con el conjunto de la clase burguesa tal y como la representa (y defiende) el poder político. Como tal, un movimiento de este tipo es capaz de abrir una brecha en el orden político modificando de forma duradera las relaciones de poder entre las clases.

Por otra parte, está en la naturaleza de un gran movimiento popular difuminar las categorías en las que se quiere encorsetar artificialmente la lucha de clases separando, por un lado, su nivel «político» y, por otro, su nivel socioeconómico. Toda lucha de masas, y la que estamos viviendo no es una excepción a la regla, es pues inextricablemente social y política; tiende, inevitablemente, a tener como objetivo lógico el poder político y los grandes intereses que encarna: el de los propietarios, los explotadores y la clase dominante. También es ideológico y cultural, en la medida en que desafía las narrativas (pequeñas o grandes) que la clase dominante construye para justificar tal o cual contrarreforma o, más en general, su orden social con su reguero de injusticias, alienación y violencia, pero también en el sentido de que permite librar una batalla entre concepciones antagónicas del mundo y hacer florecer visiones alternativas de lo que deberían ser la sociedad, las relaciones humanas y nuestras vidas.

III

El movimiento actual se levanta sobre los hombros de todas las movilizaciones que lo precedieron, al menos de las que marcaron la secuencia de lucha iniciada a mediados de los años 2010: en particular la batalla de Notre-Dame-des-Landes, la lucha contra la Ley del Trabajo, los Chalecos Amarillos, las movilizaciones feministas contra las VSG y, más en general, contra la opresión de género, el movimiento 2019-2020 contra la reforma de las pensiones, las luchas de los sin papeles o todas las luchas (en particular antirracistas) contra los crímenes policiales y todas las violencias del Estado. Integra, articula y desarrolla sus logros, tanto en términos de métodos y tácticas de lucha como en el plano ideológico.

Sin embargo, una diferencia no desdeñable reside en el aumento de la potencia y combatividad de la izquierda parlamentaria, en particular de los 74 diputados de la LFI, que han contribuido, en gran medida, a politizar y radicalizar una movilización que la mayoría de los sindicatos –en particular la CFDT– querían mantener en un terreno estrictamente social. Así pues, podemos alegrarnos de que la mayoría de los nuevos diputados de la LFI –me vienen a la mente Rachel Keke o Louis Boyard– nunca hayan intentado oponer la batalla parlamentaria (con sus propios medios) a los métodos clásicos de la lucha de clases: manifestaciones callejeras, piquetes (en los que hemos visto a estos diputados, incluida la presidenta del grupo parlamentario de la LFI Mathilde Panot, en varias ocasiones) y bloqueos (en particular de institutos y universidades, pero también de redes viarias).

IV

Todos nuestros esfuerzos deben dirigirse al objetivo de seguir ampliando e intensificando el movimiento para lograr la victoria. No sabemos hasta dónde podremos llegar, pero conseguir que el gobierno dé marcha atrás en su contrarreforma es lo mínimo. En los meses y años venideros, una victoria así contará el doble o el triple, precisamente porque Macron quería hacer de esta contrarreforma la madre de todas las batallas, una prueba de fuerza que le permitiera consolidar su poder hasta el final de su mandato, y comenzar la destrucción total de los logros de la clase obrera en el siglo XX. Como thatcheriano que ha aprendido bien sus lecciones (de la contrarrevolución neoliberal), Macron sabe que necesita doblegar a los sectores más combativos del movimiento social para sumir en la desesperación a la mayoría de los que actualmente se movilizan, hacen huelgas y manifestaciones, bloquean y hace bloque juntos, con la esperanza –vaga o fuerte– de un mundo de igualdad y justicia social.

V

En esta confrontación, el poder macronista ya ha indicado –en el discurso y en la práctica–que está dispuesto a llegar tan lejos como sea necesario, contribuyendo además a la politización del movimiento mediante una represión policial sin cuartel. Efectivamente, rompiendo las ilusiones sobre un nuevo esquema de ley y orden y el nombramiento en París de un prefecto de policía con fama de ser menos brutal que el tristemente célebre Lallement [el anterior], en los últimos días la policía se ha caracterizado por la extrema brutalidad de sus intervenciones, una brutalidad normalizada y convertida en rutina en los últimos diez años, de modo que no se trata de deslices o meteduras de pata, sino de la actuación habitual de una policía ampliamente fascistizada. Pero la actuación policial también se caracteriza por un cierto desconcierto ante el número y la determinación de los manifestantes en la secuencia que siguió a la imposición del 49.3 [aprobación por Decreto Ley].

Muy minoritaria en el país en torno a este proyecto, habiendo forzado toda una serie de maniobras institucionales típicas de la V República (cuya Constitución, como sabemos, está lejos de las normas, incluso mínimas, de una democracia); desestabilizada por la acumulación de vídeos y testimonios que muestran o testimonian sobre la violencia de Estado, es evidente que la Macronía, dirigida por sus ideólogos, ya no es capaz de convencer a la opinión pública de que la violencia está del lado de los manifestantes y que la violencia policial es un mito inventado por bárbaros sedientos de sangre policial. La prueba de que el monopolio de la violencia legítima sólo la reivindica el Estado, por utilizar la famosa definición de Max Weber, y que, a veces, cuando no consigue el mensaje al que se refiere esta definición, las cosas funcionan.

Tanto con la utilización de estas maniobras como con la represión extremadamente brutal del movimiento en los últimos días, el propio gobierno ha abierto una brecha para una campaña democrática contra el autoritarismo y por las libertades políticas. En la estricta continuidad del primer quinquenio Macron y de los gobiernos Hollande-Valls, estos golpes de fuerza permiten de hecho plantear más ampliamente a escala de masas el problema planteado por las instituciones bonapartistas de la V República, la necesidad de una ruptura con el marco constitucional actual, vía una necesaria Constituyente, y la posibilidad de una democracia real (que, por cierto, una articulación con la cuestión social).

VI

Se han abierto debates legítimos sobre la caracterización de la situación social y política. Aquí y allá, se ha podido hablar de un momento prerrevolucionario con vistas a una transición hacia una situación o un proceso revolucionario en toda regla, que se dice está a la vista, como si bastara con «dar un pequeño empujón al sistema para que todo se derrumbe» (Jacques Rancière). El corolario de esta afirmación, al menos en el primer artículo citado, es que el principal (o incluso el único) obstáculo para que el proletariado emprenda una batalla revolucionaria recaería en adelante en las «direcciones sindicales», o dicho de forma aún más unificadora: «la dirección del movimiento obrero», es decir, la intersindical.

En efecto, en la medida en que el proletariado «en su conjunto» –se nos dice– habría sido radicalizado por el movimiento, el poder ya no se aferraría más que a la capacidad de canalizar la cólera social de las direcciones sindicales: «la intersindical actúa como la última válvula de emergencia del régimen de la V República en crisis». Y más adelante: «Podemos así afirmar, sin temor a equivocarnos, que el principal obstáculo para que el «momento» prerrevolucionario se transforme en una situación abiertamente prerrevolucionaria, o incluso revolucionaria, reside en la dirección conservadora e institucional del movimiento obrero».

Esta hipótesis es importante porque, aunque las corrientes u organizaciones que defienden esta línea sean muy débiles, los problemas que plantea reflejan preocupaciones más ampliamente compartidas entre los sectores combativos del movimiento social. Y tiene consecuencias evidentes: si tomamos en serio tales afirmaciones, se deduce necesariamente que la denuncia inmediata de esta «dirección del movimiento obrero» adquiere un papel absolutamente central para todos aquellos que trabajan por un cambio radical de la sociedad, así como la construcción de una dirección del movimiento alternativa a la intersindical.

VII

El primer error de este razonamiento consiste en subestimar ciertos límites de la movilización que deben tomarse en serio para superarlos de otro modo que no sea mediante trucos retóricos, que sólo pretenden convencer a los convencidos, o mediante un llamamiento al voluntarismo que sólo conseguirá el apoyo de los que ya están dispuestos a actuar.

Estos límites actuales lo convierten en un movimiento capaz de hacer retroceder a Macron en su proyecto de contrarreformas y, potencialmente, si sale victorioso, en todas las contrarreformas previstas para su quinquenio, pero no –al menos en esta fase– de abrir a una situación revolucionaria. El voluntarismo militante de una minoría, aunque absolutamente necesario, no basta por sí solo para superar estas debilidades y pasar de la protesta social –por amplia y radical que sea– a la revolución; incluso en una situación que, como la nuestra, exige objetivamente una ruptura política y una transformación revolucionaria, en un sentido ecosocialista, feminista y antirracista.

Una revolución nunca es químicamente pura, ni fiel a un manual escrito de una vez por todas, pero presupone algunos elementos sin los cuales hablar de un momento prerrevolucionario es más un deseo (o una táctica de autoconstrucción para pequeños grupos militantes) que una hipótesis estratégica. En la medida en que el rasgo fundamental y distintivo de una revolución es la aparición más o menos firme de una dualidad de poderes (entre el Estado burgués y formas de poder popular fuera del Estado, pero también dentro del propio Estado), los momentos prerrevolucionarios presuponen ciertos ingredientes: un bloqueo consecuente de la economía, un nivel significativo de autoorganización, un comienzo de centralización y coordinación nacional de los movimientos en lucha, así como fisuras en el aparato del Estado y, más ampliamente, en la clase dominante.

Pero todos estos elementos faltan en el movimiento actual:

  • Sólo unos pocos sectores de la economía experimentan una verdadera actividad huelguística (y menos aún una huelga renovable), sectores esencialmente públicos o parapúblicos (basureros, SNCF, EDF, Educación Nacional, etc.), y casi todas las grandes empresas privadas no están en absoluto paralizadas, ni siquiera los días de mayor movilización sindical (salvo en algunos sectores como las refinerías).
  • Incluso en los sectores en los que la huelga ha adquirido cierta envergadura, la autoorganización en el marco de asambleas generales (AG) y comités de huelga es muy débil, incluso en comparación con movimientos anteriores.
  • Han surgido agrupaciones de militantes de diferentes sectores (como en 2019-2020, por cierto), pero son extremadamente minoritarias a escala del movimiento (por no hablar de la clase obrera en su conjunto), sobre todo en comparación con las interpros [asambleas conjuntas de distintos sectores profesionales] de diciembre de 1995; parecen más una forma de que los pequeños grupos de militantes aumenten su audiencia y se construyan a sí mismos que un medio real de influir en la extensión e intensificación de la huelga.
  • Por último, el aparato del Estado se mantiene firme (en particular el aparato represivo: policía-ejército-justicia) y la patronal sigue apoyando a Macron (aunque parece que esta contrarreforma no les parecía especialmente urgente).

Todos estos límites no devalúan en absoluto el movimiento actual y puede que las próximas semanas nos permitan ir más allá de la situación actual, rebasando ciertos límites, pero la correcta definición de las tareas y de la estrategia depende de la exactitud del diagnóstico. A este respecto, no hay lugar para la complacencia.

VII

Un segundo error, que de hecho se deriva del primero, es pretender que está resuelto lo que sería un problema estratégico importante para el movimiento, pero también para las organizaciones sindicales y políticas en el periodo venidero. Al afirmar que hemos asistido en los dos últimos meses a la «radicalización del proletariado en su conjunto», ignoramos que la hostilidad generalizada y virulenta hacia Macron no equivale en absoluto a una conciencia anticapitalista de masas. Es importante luchar contra una excesiva personalización y psicologización de las cuestiones en torno a la figura de Macron, que lo convierte en un «loco», un «desequilibrado» o un «sociópata» cuando es ante todo la personalización del poder del capital, y en particular del capital financiero. Pero, sobre todo, subestimamos el hecho de que una gran mayoría del proletariado no ha entrado de hecho en el movimiento.

Cierto, las y los trabajadores son, en su cuasi totalidad, contrarios a la contrarreforma y hostiles a Macron, pero la mayoría de ellos han permanecido hasta ahora inactivos. Sólo una pequeña fracción de la clase se ha manifestado y la gran mayoría no ha cruzado el Rubicón de la huelga; tanto por razones materiales inevitables (inseguridad salarial, salarios estancados desde hace tiempo, inflación galopante) como, también, por la represión antisindical que ha debilitado a los equipos militantes en muchas empresas, el impacto combinado de la Ley del Trabajo y las ordenanzas de Macron (que han desestructurado y restringido los recursos sindicales, sobre todo en el sector privado), a lo que se añade el amargo recuerdo de las derrotas anteriores. Además, el nivel de autoorganización es generalmente inferior al de los movimientos anteriores (incluidos los recientes como el de 2019-2020, en particular en la SNCF y, a fortiori, en comparación con el de diciembre de 1995), y la coordinación interprofesional es inexistente, o muy débil y puntual.

En efecto, el movimiento popular se ha desarrollado de forma más autónoma desde la imposición del 49.3, organizando acciones cotidianas en casi toda Francia sin el aval de la intersindical y utilizando métodos de lucha más ofensivos, las asambleas generales parecen haber sido más numerosas en los últimos días, pero sigue siendo la intersindical la que marca el tono y el ritmo del movimiento y actualmente nadie está -de ninguna manera- en condiciones de disputarle este papel.

Se podría objetar que, incluso en un proceso revolucionario, los explotados y oprimidos nunca se movilizan en su totalidad. Pero, por tomar sólo el caso de Francia, se calcula que en mayo-junio del 68 había hasta 7,5 millones de huelguistas (y 10 millones de personas movilizadas), en un país que, sin embargo, tenía muchos menos asalariados que hoy (unos 15 millones frente a los más de 26 millones actuales). Debido al bloqueo a gran escala de la economía durante varias semanas, al gran número de ocupaciones de centros de trabajo y a la desorganización inicial de las autoridades políticas, la situación de entonces presentaba aspectos prerrevolucionarios (a pesar de los límites de la autoorganización, que no permitían la aparición de consejos obreros), lo que dio lugar a tareas de naturaleza bastante particular para los militantes convencidos de la necesidad de una ruptura revolucionaria (en el seno del PCF y de las organizaciones de extrema izquierda).

IX

Las dificultades del movimiento no pueden explicar, ni mucho menos, por el papel nefasto desempeñado por la intersindical. Sobre este punto, no podemos contentarnos con un razonamiento perfectamente circular consistente en decir en pocas palabras: si no hay instancias de autoorganización, es porque es la intersindical quien dirige el movimiento; y si es la intersindical la que da el tono y el ritmo, es porque no hay instancias de autoorganización.

En 1968, la hipótesis de las direcciones traidoras en el movimiento obrero que impedían la transformación del movimiento en un verdadero proceso revolucionario tenía, al menos, una base objetiva, digna de discusión. En Francia existían entonces poderosos sindicatos obreros, el principal de los cuales –la CGT– estaba dirigido por un partido comunista con una amplia base entre la clase obrera y una gran audiencia electoral (más del 20%). De hecho, el PCF obstaculizó las formas de autoorganización que podrían haber surgido en las empresas en favor de una práctica generalmente pasiva de la huelga (en la que se invitaba a los trabajadores a no intervenir directamente y a dejar que los responsables sindicales la dirigieran). El partido también se negó a tomar iniciativas audaces que hubieran permitido plantear la cuestión del poder y de un gobierno de ruptura; sobre todo, durante los pocos días o semanas en los que el gobierno gaullista parecía no saber qué hacer, aturdido por la amplitud de la huelga obrera y por la determinación del movimiento estudiantil.

Hoy la situación es radicalmente diferente: los sindicatos están muy debilitados, al menos en comparación con lo que estaban en el 68, y ya no existe un partido obrero de masas. Si seguimos la hipótesis de Juan Chingo, esto debería constituir un bulevar para la construcción de una huelga general. Lo cierto es lo contrario, ya que es en los sectores y empresas donde hay más afiliación sindical y donde los sindicatos combativos siguen estando presentes (generalmente CGT, Solidaires y/o FSU) –porque no podemos meter a todos los sindicatos, ni siquiera a todas las «direcciones sindicales» en el mismo saco– donde se expresa globalmente la conflictividad más fuerte. Por otra parte, los sectores y empresas no sindicalizados, lejos de ser aquellos en los que se expresaría una supuesta disponibilidad de las masas para la acción radical que no se vea obstaculizada por la famosa dirección del movimiento obrero, son aquellos en los que prosperan la atomización, la pasividad, el consenso pseudogestionario e incluso el voto de extrema derecha.

En las universidades podemos ver lo que vale este argumento: siendo los sindicatos muy muy débiles en ese medio, los activistas presentes tienen enormes dificultades, al menos hasta ahora, para hacer surgir amplios marcos de autoorganización (la mayoría de las asamblea general no movilizaban hasta hace poco más que a algunos centenares de estudiantes); e incluso en las universidades que han conocido recientemente algunas asambleas generales bastante masivas (Tolbiac, Mirail) la escasa presencia de organizaciones estudiantiles debilita la ampliación y la autoorganización del movimiento[1]. En otras palabras, si el proletariado estuviera ya radicalizado en su conjunto, y si las direcciones sindicales constituyeran el único candado a romper para lanzar una ofensiva revolucionaria, veríamos el desarrollo de luchas radicales y de formas avanzadas de autoorganización en los sectores donde la implantación sindical es más débil, es decir, donde el dominio de las direcciones sindicales es más frágil. Nada más lejos de la realidad actual.

La hipótesis de la sustitución de la dirección sindical (reformista) por una dirección verdaderamente revolucionaria tiene todas las ventajas de la simplicidad y todos los inconvenientes del simplismo (si no del irrealismo cuando se piensa que la famosa dirección revolucionaria alternativa es el producto del trabajo de construcción egocéntrica de las microorganizaciones). Por supuesto, podemos pensar que una política más combativa de la intersindical –rechazo de las jornadas [de movilización] a salto de mata, llamamiento claro a renovar la huelga y a participar en las asambleas generales, etc., habría permitido una movilización más ofensiva desde el principio; sin embargo, estamos tocando los límites del marco de la movilización actual, que también constituye uno de sus puntos fuertes: la unidad mantenida por el frente sindical, sin la cual es dudoso que el movimiento hubiera adquirido esta envergadura y hubiera recibido la aprobación mayoritaria de la población.

En el periodo actual y futuro, los retos y las tareas parecen ser de una naturaleza completamente diferente para los activistas que no quieren renunciar ni a la perspectiva revolucionaria ni al trabajo dentro del movimiento real: extender la implantación sindical más allá de los sectores actualmente movilizados, reforzar las alas de izquierda en el seno de las organizaciones sindicales (los sindicatos o sensibilidades de «lucha de clases»), contribuir al surgimiento de nuevas corrientes o movimientos radicales (al margen de las organizaciones tradicionales, pero articuladas, y no en oposición, a ellas), profundizar en el trabajo político-cultural que permita pasar del odio a Macron a la crítica del sistema en su conjunto y, finalmente, a la necesidad de una ruptura anticapitalista para construir una sociedad completamente diferente.

X

Uno de los puntos centrales que expresa la situación actual es la extrema dispersión de los niveles de conciencia política entre las y los trabajadores y la juventud. Cierto, la perspectiva de una ruptura anticapitalista y de otra sociedad ha progresado entre la población en la secuencia 2016-2023, pero absoluto crece a la misma velocidad que el odio visceral hacia el poder político y, en particular, hacia Macron. Tanto es así que el sentimiento anti-Macron, en general, y la hostilidad hacia su contrarreforma de las pensiones, en particular, pueden beneficiar bastante a la extrema derecha.

Una encuesta bastante reciente (a finales de febrero) situaba a Marine Le Pen como la principal opositora al proyecto de contrarreforma de Macron (ligeramente por delante de Jean-Luc Mélenchon), sobre todo entre las clases trabajadoras, a pesar de que la RN no propone la vuelta a la edad de jubilación de 60 años y se opone a las huelgas renovables. Un sondeo que acaba de publicarse lo confirma al sugerir que el FN/RN podría ser la fuerza política que más se beneficiaría del rechazo de la contrarreforma de las pensiones. Por supuesto, esto remite a causas profundas y a una larga historia de implantación electoral y de impregnación ideológica, pero no se entendería nada sin tomar en serio la forma en que las élites políticas y mediáticas no han cesado en los últimos años de normalizar a la extrema derecha y de banalizar sus ideas, al tiempo que a demonizar a la izquierda (en particular a LFI).

Se han producido decantaciones parciales en algunos movimientos, pero sólo afectan muy parcialmente a las clases y fracciones de clase que constituyen su centro de gravedad. Así, los Chalecos Amarillos han sido el escenario de un proceso de clarificación y radicalización política; sin embargo, éste sólo ha calado en una franja limitada de las clases trabajadoras, incluso en el seno de las fracciones más favorables al movimiento, en las zonas rurales o semirurales y en las pequeñas ciudades en particular. Sin duda, esto es tanto más cierto cuanto que existe una gran distancia entre la adhesión al movimiento (que puede ser extremadamente amplia, como en el movimiento actual, y en menor medida al principio de los Chalecos Amarillos) y la participación real en las movilizaciones (sobre todo cuando esta participación se reduce a una o varias manifestaciones, cuyos efectos politizadores son mucho menores que los de una huelga, a fortiori cuando esta última es de larga duración y se apoya en una gran participación en las asambleas generales).

Uno de los graves problemas para la izquierda social y política es, por tanto, conseguir mantener y profundizar el movimiento allí donde se ha desarrollado, extendiéndolo al mismo tiempo a sectores o franjas de la juventud en los que el nivel de conciencia de clase –marcado por el hecho de organizarse colectivamente, en particular en sindicatos, y de movilizarse por los propios intereses, sobre la base de una representación más o menos clara y coherente de estos intereses– se sitúa a un nivel mucho más bajo. En estos últimos sectores y en estas amplias capas de la población, lo que está en juego está a mil kilómetros de distancia de las grandes proclamas sobre el momento prerrevolucionario: hay que conseguir atraer mayoritariamente a los trabajadores hacia una primera jornada de huelga y manifestación, lograr que participen en una asamblea general para decidir colectivamente las modalidades de acción, etc. En esta perspectiva, la consigna mecánica y abstracta de denunciar a las direcciones traidoras no sólo es una pista falsa, sino la mayoría de las veces un obstáculo.

XI

Evidentemente, se plantea la cuestión de la salida política para el movimiento. Las movilizaciones sociales –por muy masivas y radicales que sean– no generan espontáneamente perspectivas políticas, tanto más cuando eluden voluntariamente la cuestión del poder y la necesaria confrontación política con las clases poseedoras (lo que Daniel Bensaïd llamaba «ilusión social»). Esto es tanto más cierto en el caso que nos ocupa, dado que el movimiento se ha caracterizado hasta ahora por un bajo nivel de autoorganización y coordinación. Sin embargo, esto no quiere decir que los movimientos sociales deban contentarse con un papel subordinado frente a las fuerzas políticas, que son las únicas capaces de plantear perspectivas. Es más bien en el marco de una dialéctica de colaboración-confrontación entre el movimiento social y la izquierda, de una unidad que no impide en absoluto el debate más abierto sobre las orientaciones y las perspectivas, donde debemos imaginar una propuesta política de ruptura.

Empecemos por decir a este respecto hasta qué punto la perspectiva de un referéndum de iniciativa compartida (RIP), defendida en particular por el PCF, está muy por debajo del potencial abierto por el movimiento, se revela profundamente irrealista bajo la apariencia de pragmatismo y no responde en absoluto al imperativo, para la izquierda, de proponer una solución a la crisis política. Supondría recoger 4,8 millones de firmas, lo que exigiría mucho trabajo militante a lo largo de nueve meses. Esto desviaría las energías hacia un terreno puramente de recogida de firmas en un momento en el que lo fundamental es ampliar la movilización, y en un momento en el que la Macronia ya anuncia nuevos proyectos mortíferos (no sólo la ley Darmanin, sino también una ley sobre el trabajo y el empleo). Por otra parte, incluso si se recogieran los 4,8 millones de firmas, la propuesta de referéndum aún tendría que ser examinada por las dos cámaras en un plazo de seis meses… En otras palabras, la situación habrá cambiado en gran medida mientras tanto, tal vez en detrimento del movimiento, y una propuesta de este tipo no ayuda en absoluto a impulsar la triple ventaja que la movilización tiene aquí y ahora: una huelga arraigada en varios sectores clave, una movilización polifacética que en los últimos diez días se ha vuelto incontrolable [para el poder] y una opinión pública mayoritariamente favorable.

A veces se plantea la perspectiva de un «Mayo del 68 que llegaría hasta el final». El eslogan es seductor, sobre todo porque Mayo del 68 sigue siendo una referencia positiva (aunque indudablemente vaga) para amplios sectores de la población, en particular los que están movilizados actualmente. Sin embargo, como ya se ha dicho, no es seguro que la analogía con Mayo del 68 sea eficaz en este caso, más allá de los efectos de agitación que puede producir un eslogan. Pero es sobre todo la idea de «llegar hasta el final» la que no parece muy clara. Si se trata de decir que hay que llegar hasta el final de las esperanzas de ruptura con el capitalismo y de emancipación social suscitadas por el movimiento de mayo-junio del 68, eso es evidente para nosotros. Pero esto no responde a las cuestiones estratégicas inmediatas que se plantean para el movimiento y para la izquierda.

Con la politización de la lucha y el enorme nivel de desconfianza hacia el poder político, sólo una propuesta que articule la retirada inmediata de la contrarreforma, la disolución de la Asamblea Nacional y la celebración de nuevas elecciones parece estar a la altura de lo que está en juego, sin caer en el doble escollo del maximalismo verbal y del fetichismo de las fórmulas del pasado. Por supuesto, la ruptura política no puede reducirse al escenario electoral, pero como nos recordaba Daniel Bensaïd: «Es bastante evidente, a fortiori en los países con una tradición parlamentaria de más de cien años, donde el principio del sufragio universal está sólidamente establecido, que no se puede imaginar un proceso revolucionario más que como una transferencia de legitimidad que dé la preponderancia al socialismo desde abajo, pero en interferencia con las formas representativas» (el subrayado es nuestro).

Se entiende que es necesario añadir a estas consignas la lucha por un gobierno de izquierdas de ruptura con el pasado, lo que implica concretar elementos del programa, en particular en torno a cuestiones centrales e inmediatas para el conjunto de las clases trabajadoras y, más en general, para las y los asalariados, pero también más específicamente para ciertas franjas dentro de ellas: jubilación a los 60 años con salario íntegro para todos (a los 55 para los trabajos físicamente exigentes), aumento inmediato de los salarios e indexación a la inflación (escala móvil de salarios), congelación de precios y alquileres, permanencia de los trabajadores y trabajadoras precarias en el sector público y paso a contratos indefinidos en el sector privado, medidas proactivas contra la discriminación sistémica de género y racial en el empleo, los salarios y las pensiones, contratación masiva en la función pública, renacionalización inmediata de servicios y bienes públicos clave (transporte, energía, sanidad, autopistas, etc.), así como una planificación ecológica.

Se plantearía necesariamente la cuestión de la relación de los movimientos sociales, y en particular de los sindicatos -sobre todo de aquellos en los que sigue existiendo un sindicalismo de lucha de clases: la CGT, Solidaires y la FSU- con un gobierno de este tipo, llevando sus reivindicaciones de forma global. Cualquier gobierno de izquierdas con un programa rupturista se encontraría bajo una enorme presión de la clase dominante (chantaje sobre las inversiones, presión de las instituciones europeas, etc.). Sólo una vasta movilización popular permitiría hacerle contrapeso, evitar una capitulación en toda regla e imponer las propuestas antes mencionadas. La confrontación social que se pondría en marcha llevaría una dinámica fundamentalmente anticapitalista, en la medida en que conduciría inevitablemente, a más o menos corto plazo, a plantear la cuestión del poder del capital sobre el conjunto de la sociedad, sobre nuestras vidas y sobre el medio ambiente y, por tanto, de la propiedad privada de los medios de producción, de intercambio y de comunicación.

En caso de nuevas elecciones, se abriría una nueva batalla política, pero una victoria del movimiento social sobre la contrarreforma de las pensiones colocaría al NUPES -especialmente a la fuerza dominante en su seno, que sin duda se ha mostrado la más combativa contra Macron y su proyecto, a saber, LFI- en una posición de fuerza. Esto no significa en absoluto una vía real, ya que las movilizaciones sociales nunca tienen efectos automáticos sobre las relaciones de fuerza electorales (pensemos en mayo-junio del 68 y en la elección de la cámara más derechista de la V República, sólo unas semanas después del movimiento…). Se ha señalado anteriormente que el FN/RN parece ser actualmente la fuerza que más se beneficia del amplio rechazo popular a la contrarreforma, por razones que las prácticas parlamentarias reales de la extrema derecha no contrarrestan realmente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los sondeos que se están realizando actualmente se basan en la hipótesis derrotista -ampliamente aceptada por los encuestados en esta fase-, de que Macron no dará marcha atrás. Si el movimiento resultara finalmente victorioso, la hipótesis de un auge político-electoral de la izquierda no sería irreal, aunque nada indique que anularía pura y simplemente el de la extrema derecha, dada la banalización de esta última en el paisaje mediático y en el ámbito político.

Sin duda, la movilización ha creado una nueva situación y la posibilidad de una bifurcación, en el sentido de una dinámica de ruptura con el orden establecido. Evidentemente, no todo está al alcance de la mano, pero las perspectivas que hace unos meses podían parecer irrelevantes son ahora accesibles. No habrá tregua en los próximos días y semanas de lucha; de nosotros depende hacer retroceder no sólo el poder político, sino los límites de lo posible.

*El autor agradece a los miembros de la redacción de Contretemps sus comentarios y sugerencias sobre una primera versión de este texto, pero sigue siendo el único responsable de las posiciones defendidas en este artículo.

Notas

[1] Tanto es así, que muchos estudiantes acuden a las manifestaciones, pero sin debatir colectivamente sobre el movimiento en el marco de las asambleas generales (y a fortiori de los comités de huelga o de movilización) y, por tanto, sin decidir las futuras iniciativas a tomar (en particular para ampliar el perímetro de los estudiantes movilizados), lo que limita los efectos de politización que un movimiento de tal envergadura produce necesariamente.