Como parte este dossier, donde nos proponemos difundir opiniones y posturas de diferentes organizaciones políticas, nacionales o internacionales, sobre el conflicto bélico desatado por la invasión rusa a Ucrania, reproducimos este texto, redactado a partir de la intervención en el debate Guerra en Ucrania: ¿qué está en juego, qué internacionalismo? del 6 de marzo de 2022.

Como siempre aclaramos que las opiniones vertidas en este espacio no reflejan, necesariamente, total ni parcialmente nuestra postura editorial, las difundimos porque opinamos que aportan a un debate necesario y urgente.

Publicación original: https://www.contretemps.eu/guerre-ukraine-dilemmes-gauche-occidentale/

Traducción: Viento Sur


Por Daria Saburova

No soy especialista ni en las relaciones ruso-ucranianas ni en cuestiones geopolíticas en el sentido académico del término. Estoy escribiendo una tesis en filosofía. Pero nací en Kiev, donde viví 20 años antes de llegar a Francia. Actualmente mi familia está en Ucrania. Mi madre abandonó Kiev el 28 de febrero, pero muchos amigos y familiares de amigos siguen en la capital, ya sea porque son responsables de los ancianos y los enfermos, o porque han decidido defender su ciudad y ayudar a los que se han quedado. Otros amigos ya han huido y se preparan para solicitar asilo en Polonia, Alemania o Francia.

Desde el primer día de la invasión, he seguido, sobre todo, las noticias locales a través de los medios de comunicación ucranianos y varios canales de Telegram, o directamente a través de los testimonios de mis familiares. Esta es una de las razones por las que me decidí a escribir este texto: para hablar de la magnitud de la destrucción, de las condiciones de vida y de supervivencia de las personas que se encuentran actualmente en el lugar y de las redes de solidaridad y resistencia en las que participa masivamente la población ucraniana.

Tras el fracaso de la guerra relámpago, el ejército ruso intensificó los bombardeos sobre centros urbanos como Járkov, Mariúpol y Kiev, sin escatimar las zonas residenciales e infraestructuras civiles como escuelas y hospitales. Lo que está ocurriendo se parece cada vez más a una guerra de castigo. Las imágenes de los suburbios del noroeste de Kiev pueden dar fe de ello: Irpin, Borodyanka, Bucha, Gostomel, así como varios pueblos a lo largo de la carretera Kiev-Zhitomir están ya medio destruidos. En estos suburbios, donde continúan los combates, las poblaciones están privadas de electricidad, calefacción y cobertura telefónica desde los primeros días de la guerra. Tienen que pasar varios días seguidos en sótanos fríos y húmedos, inadecuados para protegerse de los misiles tipo Grad o Iskander que utiliza el ejército ruso. La situación es absolutamente dramática. Ni siquiera la Cruz Roja se aventura en los territorios donde hay equipos rusos estacionados y circulando.

La semana pasada se alcanzó un primer acuerdo sobre corredores humanitarios entre las dos partes, pero el ejército ruso apenas respeta el alto el fuego. Los militares disparan regularmente contra los coches de los civiles que intentan huir individualmente de estas zonas de combate. El 6 de marzo, en Irpin, una familia que se dirigía a uno de los autobuses de evacuación fue asesinada a tiros. La forma más segura de salir de la capital sigue siendo el tren desde la estación central. Sin embargo, esta última ya ha sido dañada por una explosión ocurrida frente a ella el miércoles 2 de marzo. Recorrer la carretera en coche es cada vez más peligroso y la gasolina escasea: los soldados rusos ya han destruido varios depósitos de petróleo, sobre todo en la región de Kiev, y ahora se da prioridad a las necesidades del ejército. Por el momento, los trenes de evacuación circulan con regularidad, pero están abarrotados y las personas se hacinan en asientos individuales, incluso se ven obligadas a viajar de pie o sentadas en el suelo durante más de 10 horas. En la estación de Lviv, donde los refugiados esperan los trenes hacia Polonia, la situación es cada vez más tensa. Al venir por carretera, tienen que esperar hasta 24 horas para cruzar la frontera polaca.

Ahora bien, es en la ciudad asediada de Mariúpol –ciudad de habla rusa en el sur de la región administrativa de Donetsk– donde la hipocresía de la operación especial para liberar estos territorios del yugo de los nazis de Kiev se revela con toda su extrema brutalidad. La ciudad, que actualmente tiene una población de 360.000 habitantes, está siendo sometida a un bombardeo masivo que ya se ha cobrado al menos 1.500 vidas de civiles que están empezando a ser enterradas en una fosa común. La población de la ciudad está completamente aislada de todos los medios de comunicación, sin agua, electricidad y calefacción. La ayuda humanitaria no puede llegar a la gente y los corredores humanitarios siguen siendo inciertos. Se ha puesto en marcha un canal de Telegram para contar las personas vivas, de modo que las familias y las personas amigas puedan obtener información sobre sus seres queridos que no han podido contactar con ellos durante nueve días.

Si Kiev, Járkov, Mariúpol y otras ciudades resisten al ejército ruso, a pesar de que éste tiene una clara ventaja militar, es porque, ante esta invasión, se ha levantado una vasta movilización popular que va mucho más allá del aparato estatal, incluso en las ciudades rusófilas que deberían, según la lógica, tanto de Putin como de cierta izquierda occidental, recibir con los brazos abiertos al ejército de liberación. Esta movilización adopta muchas formas: en Energodar y otras ciudades, personas desarmadas salen a formar cadenas humanas para impedir el avance de los tanques rusos; en las ciudades ya ocupadas de Jerson y Melitópol, se celebran grandes manifestaciones para protestar contra el invasor. En otras ciudades, los grupos de defensa del territorio y los grupos de solidaridad autoorganizados garantizan la seguridad y el abastecimiento de la población.

En palabras de un amigo que se quedó en Kiev, todo el mundo participa de alguna manera en grupos de solidaridad a través de miles de canales específicos de Telegram: organizando puntos de distribución y entrega de alimentos, medicinas u otros artículos de primera necesidad, sobre todo a las personas aisladas y más frágiles; buscando u ofreciendo alojamiento; solicitando o indicando la disponibilidad de plazas en coches para evacuar a la gente a Ucrania occidental. Cada ciudad tiene una lista de lugares (iglesias, gimnasios, restaurantes) que pueden acoger gratuitamente a refugiados y personas en tránsito. El canal de Telegram Ayuda para salir cuenta ya con 94.000 miembros, tanto conductores como pasajeros. Todas estas iniciativas son horizontales y no dependen del Estado: un síntoma tanto de la bancarrota del Estado ucraniano, sorprendido por una guerra de tal magnitud, como de la oleada de solidaridad y resistencia del pueblo ucraniano frente al invasor.

En esta situación, me sorprendió realmente la persistente incapacidad de una buena parte de gente amiga en Francia y en otros lugares para superar una visión del mundo en la que, en última instancia, la potencia responsable de todas las guerras es Estados Unidos y la OTAN. Por eso, muchos análisis de la situación en Ucrania se refieren, sorprendentemente, a otra cosa: se trata de volver a las causas profundas más bien lejanas, histórica y geográficamente. Este enfoque geopolítico enmascara en parte una falta de comprensión de los procesos políticos y sociales en el espacio postsoviético y, particularmente, alimenta la idea de que, básicamente, todos los gobiernos oligárquicos de esta parte del mundo son iguales, independientemente del grado de represión que infligen a su propia población y a la de los Estados vecinos. Es en nombre de esta visión reduccionista de realidades complejas que, en la práctica, ya sea directamente o indirectamente –y bajo la apariencia de antimilitarismo revolucionario– se pide a los ucranianos que capitulen, oponiéndose a cualquier ayuda militar a Ucrania por parte de los Estados miembros de la OTAN. Mientras se envía un saludo internacionalista a los ucranianos, se les sugiere que acepten la ocupación militar y un gobierno impuesto por Putin.

Por supuesto, tras la invasión, pocos compañeros negarán que se trata de una agresión militar alimentada por las pretensiones imperialistas rusas. Sin embargo, las posiciones campistas son legibles en varias declaraciones a través del orden en que se presentan los argumentos (“sí, la inaceptable agresión de Rusia a Ucrania, pero una vez más, el cerco de la OTAN a Rusia…”) y que siguen apoyando la imagen de Rusia como una potencia imperialista subalterna y esencialmente reactiva. El sábado pasado, en el anuncio en Facebook de la manifestación «por la paz» organizada por las juventudes del NPA al margen de la gran manifestación de apoyo al pueblo ucraniano que tenía lugar en la Plaza de la República, se afirmaba que la invasión militar de Rusia a Ucrania era una reacción de Rusia a la política agresiva de la OTAN. Afirmaban que los organizadores apoyaban a quienes, «tanto en Ucrania como en Rusia», «luchan contra la guerra». Pero los ucranianos no luchan contra la guerra: están, a su pesar, en guerra con Rusia. ¿Es esto otra cosa que una invitación a la rendición?

Cuando estalló la guerra, dada la abrumadora preponderancia de las fuerzas rusas, yo mismo esperaba que Kiev fuera ocupada en 48 horas, para que al menos el precio a pagar por una derrota segura fuera el menor posible. Pero me quedé, y creo que todas nos quedamos, asombradas por la resistencia del ejército y del pueblo ucraniano. Es importante hacer comprender a los camaradas que la situación actual no solo se refiere a los neonazis, ni siquiera al Estado capitalista ucraniano, ni a los Estados imperialistas occidentales. Mis amigos anarquistas, socialistas y feministas se unen en grupos de solidaridad, organizan colectas para el ejército ucraniano, se movilizan en grupos de defensa territorial. La población en su conjunto parece muy decidida a defender el simple derecho a vivir en paz en su país, un país en el que en los últimos años quizás se ha vuelto más complicado manifestarse y expresar públicamente posiciones divergentes, pero no imposible como ocurre en Rusia.

No hay que cerrar los ojos ante las sombrías perspectivas de los posibles resultados de esta guerra. Como ucraniana marxista y de habla rusa, he observado con preocupación la evolución política de mi país a partir de 2014: derribo de las estatuas de Lenin, leyes de descomunización; la proliferación de grupos paramilitares de extrema derecha y la guerra en el Dombás. Es probable que la guerra de Putin en Ucrania acentúe en gran medida estas tendencias y los sentimientos antirrusos en todas las esferas de la vida.

Todas las guerras, todos los llamados movimientos de liberación nacional conllevan estos peligros. Impedir el avance de un nacionalismo cretino que pretende borrar el multilingüismo y el legado soviético en Ucrania, que dificulta el desarrollo de los movimientos anticapitalistas, feministas y ecologistas en ese país, será la tarea que tiene por delante la izquierda ucraniana e internacional.

Pero en este momento tenemos que mostrar plena solidaridad con la resistencia ucraniana contra el invasor. La solidaridad con Ucrania es al mismo tiempo solidaridad con las crecientes voces en Rusia contra la guerra y su gobierno. Junto con la represión, se intensificarán las fisuras políticas y sociales en Rusia. El gobierno quiere ocultar a su población las imágenes de los bombardeos de las zonas civiles de Kiev, Járkov y Mariúpol, pero ¿hasta cuándo podrá hacerlo? Sea cual sea el resultado de esta guerra, cada vez estoy más convencida de que Ucrania marcará el fin de Putin.

Por supuesto, la izquierda occidental se enfrenta a graves dilemas ante esta invasión. Aquí sólo me referiré a dos de ellos, ¿cómo apoyar a la resistencia ucraniana ­y esto implica, en mi opinión inevitablemente, apoyar el suministro de armas y otros equipos al ejército ucraniano, dada la incomparable superioridad del ejército ruso– y, al mismo tiempo, denunciar la industria armamentística en general, el anunciado aumento de los presupuestos militares, etc.? ¿Cómo apoyar a las personas refugiadas ucranianas y alegrarse de la empatía de la sociedad civil hacia ellas, recordando al mismo tiempo el trato infligido durante décadas a las personas refugiadas no blancas que huyen de conflictos que no afectan directamente al continente europeo, sin caer en una postura que consiste, desde la posición de cualquier activista occidental, en señalar con el dedo al refugiado privilegiado?

Entre los argumentos evocados por la izquierda para oponerse a la entrega de armas, encontramos tres categorías principales. La primera, al parecer, es la preocupación por limitar el conflicto a Ucrania. La izquierda, al igual que la derecha, teme provocar a Rusia para que no amplíe el conflicto, admitiendo a medias que Occidente podría sacrificar legítimamente a Ucrania para preservar la paz en el mundo civilizado. A pesar de las grandes declaraciones de apoyo, incluso Estados Unidos se mantiene muy cauteloso en este asunto: no solo rechaza la concesión de la zona de exclusión aérea, que exigiría a los aviones de la coalición occidental derribar aviones rusos, sino también la entrega de aviones de combate que demanda el gobierno ucraniano. De hecho, parece más que prudente hacer una clara distinción entre la participación directa de los países de la OTAN en la guerra contra Rusia y la entrega de armas defensivas al ejército ucraniano. En el lado del invasor, Bielorrusia ya participa explícitamente en la guerra de Ucrania sin que Occidente haya cruzado la línea roja. Pero también hay que tener en cuenta que cualquier intervención de Occidente, incluidas las sanciones económicas, que Putin ya ha calificado de «declaración de guerra», podría servir de pretexto para extender el conflicto, si esa fuera su intención.

El segundo argumento consiste en oponer la solución diplomática a la militar, un discurso a favor de la paz frente a la belicosidad. Parece olvidarse que actualmente el proceso de negociación con las fuerzas de ocupación depende en gran medida del equilibrio de poder en el terreno militar. Además, el desconocimiento de lo que está en juego en Crimea y Dombás, y de las circunstancias históricas reales en las que las poblaciones locales tuvieron que expresar su derecho a la autodeterminación –lo que implica una injerencia activa de Rusia a través de la ocupación en Crimea o la campaña de desinformación sobre las supuestas intenciones del gobierno nazi de Kiev de exterminar a las poblaciones rusoparlantes de Dombás, por no hablar del carácter poco transparente de los referendos, que se celebraron en los últimos años– hace que las condiciones en las que Rusia dice estar dispuesta a sentarse seriamente a la mesa de negociaciones sean aceptables para algunos compañeros. Mientras Rusia se niegue a retirar sus tropas, la protección de la población civil depende también, en primer lugar, de la capacidad defensiva del ejército ucraniano.

Por último, existe el temor sobre quién recibirá la ayuda militar occidental, dada la existencia de una brigada de extrema derecha, el Batallón Azov, en el ejército ucraniano. Con razón, el que se le arme suscita serias preocupaciones. Pero esto no deja de ser reducir la resistencia de todo un pueblo a su franja más minoritaria, a unos pocos miles de combatientes, y negarse a ver que la sociedad ucraniana es tan compleja como cualquier otra, tejida de identidades sociales, culturales y políticas heterogéneas. Cuando se habla de armar a la resistencia ucraniana, hay que pensar en primer lugar en las necesidades de los grupos de defensa territorial surgidos de la movilización general, así como en la necesidad de proteger a la población civil con armas para derribar los cohetes y los ataques aéreos que de los que son víctimas. En resumen, una postura antimilitarista abstracta debe dar paso a un movimiento concreto por la paz en Ucrania que tenga en cuenta tanto las necesidades militares como las no militares de la resistencia ucraniana. Cuanto más dure y más fuerte se haga, más probable será el éxito del movimiento por la paz en Rusia y en el extranjero.

En cuanto a la cuestión de las personas refugiadas, se señala con razón la hipocresía y el doble rasero racista de Europa, del que la frontera polaca, donde miles de personas sufrieron un trato inhumano hace sólo unos meses, se está convirtiendo en uno de los símbolos más flagrantes. Contrariamente a nuestros adversarios que pretenden discriminar entre buenos y malos refugiados, se trata de reafirmar nuestro apoyo a toda la resistencia y a todas las víctimas de las potencias imperialistas, utilizando el precedente ucraniano para exigir que las fronteras abiertas y la protección temporal se conviertan en la norma para todas las personas que solicitan asilo en los países europeos, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel o de la proximidad del conflicto con las fronteras europeas. Y aquí habrá que asegurarse de que, en lo que respecta a la propia migración ucraniana, las grandes declaraciones no se conviertan, al cabo de unas semanas, en meras fórmulas vacías, y que la ayuda prometida permita un asentamiento sostenible en condiciones dignas.