Artículo publicado originalmente en Kalewche

Por Ariel Petruccelli

Al cumplirse un año del inicio de la llamada “operación miliar especial”, la invasión de parte del territorio ucraniano por las tropas rusas, parece un momento apropiado para intentar un somero balance de lo acontecido y procurar avizorar su posible evolución futura. Lo haremos de manera escueta y polémica. Para ampliar sobre el tema y obtener abundantes referencias documentales que respaldan lo que aquí sostendremos remitimos a nuestras publicaciones anteriores, tanto dossiers como artículos sueltos.

Aunque la presentación mediática de la guerra en Ucrania suele ser simplista y maniquea, lo cierto es que se trata de un conflicto con múltiples causas y diversas aristas. Reducirlo a una sola de ellas es mitificarlo, y oscurece la intelección de los sucesos. Lleva toda la razón Susan Watkins al afirmar que se trata de cinco guerras en una: un conflicto civil ucraniano, una acción militar defensivo-revanchista rusa, una batalla de resistencia nacional ucraniana, una lucha por la primacía imperial estadounidense, una puja chino-estadounidense (apenas oculta) por la hegemonía mundial. Estrictamente, la guerra no comenzó en 2022. Cuando las tropas de Putin cruzaron la frontera, las acciones bélicas cambiaron parcialmente de carácter y aumentaron de manera significativa su magnitud, pero guerra ya había. Se trataba de una guerra civil que azoló el este de Ucrania luego de los sucesos del Euromaidán, que provocaron la caída del gobierno de Víctor Yanukóvich. El Euromaidán es también objeto de lecturas simplistas y maniqueas: levantamiento popular democrático, para sus partidarios; golpe de estado con injerencia extranjera, según sus detractores. En realidad, tuvo un poco de ambas cosas. Que en Ucrania occidental y central mucha gente participó de manera genuina, y en buena medida espontánea, parece indudable; pero no lo es menos que en Ucrania oriental y meridional hubo mucho recelo y manifestaciones en contra. Los sucesos fueron una combinación de intrigas palaciegas y lucha callejera. Las exigencias de exclusividad por parte de la Unión Europea llevaron a Yanukóvich a rechazar un acuerdo con la misma cuando ya estaba a punto de firmarse. Yanukóvich buscaba firmar acuerdos comerciales tanto con la Unión Europea como con Rusia, sin dar exclusividad a ninguna. La inflexibilidad de la UE le hicieron desistir de firmar un acuerdo en exclusividad, y ello provocó una serie de protestas encabezadas por los sectores de la sociedad ucraniana más proclives a «Occidente». Las protestas fueron reprimidas, causando una gran cantidad de muertos y heridos. Todo lo cual provocó la caída del gobierno y su remplazo por un gobierno pro-occidental, en cuya conformación incidió fuertemente Victoria Nuland, conocida halcón de la Casa Blanca y por entonces secretaria de estado adjunta para Asuntos Europeos y Euroasiáticos. Para hacer más confuso el panorama, la mayor parte de los fallecidos durante las protestas lo fueron por acción de francotiradores. Aunque se acusó al gobierno de haberlos enviado, investigaciones independientes han argumentado que los disparos partieron de edificios ocupados por los manifestantes y fueron producidos por grupos de ultraderecha contrarios al gobierno. La investigación judicial en Ucrania no ha prosperado, y un manto de oscuridad cubre a los sucesos.

Tras la caída de Yanukóvich, Putin reaccionó anexionándose Crimea, una provincia de Ucrania que tradicionalmente perteneciera a Rusia y cuya población es mayoritariamente rusófona. La anexión no enfrentó ninguna resistencia. Paralelamente, en otras provincias del este de Ucrania hubo manifestaciones en contra del nuevo gobierno y, sobre todo en Donetsk y Lugansk, surgieron milicias prorrusas que reclamaban autonomía para sus regiones en el marco de una Ucrania federal. El gobierno central envió tropas: así se inició la guerra civil.

Las tropas del ejército ucraniano, empero, mostraron escasa predisposición a reprimir a sus connacionales. Esto llevó a que el gobierno echara mano a milicias ultraderechistas, las mismas que habían tenido un rol destacado en la primera línea de los enfrentamientos con la policía durante el Euromaidán (además de ser sospechosas de haber cometido los asesinatos antes mencionados y una masacre en Odesa). Tales milicias estaban ideológicamente motivadas para actuar militarmente en contra de quienes reclamaban autonomía en Ucrania del este. Aquí está la cuota de verdad de las denuncias de “nazismo ucraniano”. Es cierto que en las elecciones, los grupos nazis o de ultraderecha fueron muy minoritarios: ni Zelenski ni la mayor parte de la población ucraniana son nazis. Pero los pequeños grupos ultranacionalistas (como el “Batallón Azov”, incorporado a las Fuerzas Armadas de Ucrania) fueron y son muy importantes desde el punto de vista militar. También ejercieron una gran presión para rechazar toda federalización de Ucrania, para forzar una evolución de un nacionalismo estatal a un nacionalismo étnico, y para sabotear los acuerdos de Minsk, con los que se debería haber puesto punto final a la guerra civil en el este. La complejidad étnica y lingüística al interior de Ucrania exigía cuidadosas políticas que permitieran mantener el equilibrio. Los gobiernos post-Maidán, en parte por presión de los grupos ultraderechistas, en parte por ceguera política y en parte como una manera rápida de conseguir lealtades, propiciaron políticas de etnonacionalismo lingüístico (que eliminaron el carácter regionalmente oficial de otras lenguas, ante todo el ruso), ilegalizaron a varios partidos de izquierda (acusados de “prorrusos”) y se embarcaron en políticas de “descomunización” tendientes a “borrar” el pasado soviético, lo que generó mucho malestar es segmentos importantes de la población, sobre todo en el este y el sur.

A medida que la guerra civil continuaba y los acuerdos de Minsk entraban en una zona muerta, las autoridades de las regiones rebeldes radicalizaron sus demandas, que pasaron de un estatuto de autonomía a la constitución de estados independientes: las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk. Durante ocho años, estas repúblicas autoproclamadas libraron una guerra de independencia contra Ucrania, logrando controlar aproximadamente la mitad de los territorios que reclamaban. ¿Recibían apoyo ruso bajo cuerda? Casi con seguridad, aunque su magnitud es imposible de establecer. En cualquier caso, sus milicias estaban integradas fundamentalmente por población local, reforzada por algunos extranjeros que simpatizaban con su causa. Rusos ante todo, pero no solamente: hubo españoles y latinoamericanos, entre otros. Sin embargo, ningún estado reconoció a estas repúblicas separatistas, ni siquiera Rusia. Los acuerdos de Minsk, de hecho, nunca fueron más allá del reconocimiento de autonomía para Donetsk y Lugansk: no contemplaban su separación de Ucrania. Pero en febrero de 2022 esto cambió: el gobierno de Putin no sólo las reconoció como estados independientes, sino que inició la “operación militar especial”, en parte, bajo el argumento –o la excusa– de defenderlas.


Con la invasión rusa empiezan otras guerras dentro de la guerra. Por un lado, una guerra de expansión, o cuando menos de partición, en la que Rusia adopta una actitud neoimperial. Podemos descartar, sin embargo, que los objetivos rusos fueran la anexión completa de Ucrania. Atribuir a Putin esos objetivos implica suponer que ha enloquecido. De Putin se puede pensar cualquier cosa, menos que está loco. La anexión de Ucrania escapa a toda posibilidad realista, tanto en términos militares como políticos. A lo máximo que Rusia podía aspirar era a anexionarse Ucrania oriental y meridional. Ir más allá implicaba entrar en el terreno de la imposibilidad militar y la inviabilidad política: el ejército ruso actual no tiene ni la magnitud ni la capacidad relativa del antiguo Ejército Rojo de la URSS, que estaba en condiciones de invadir Europa occidental, al menos en los papeles. Y en Ucrania central y occidental no hay población potencialmente afín a Rusia. En el este y en el sur, sí. No toda, indudablemente, y si la invasión ha servido para enajenarla de Rusia –como pretende la propaganda occidental– o para convencerla de que sólo Rusia puede protegerla y darle prosperidad –como sostiene la propaganda del Kremlin– no es sencillo establecerlo, ni se lo puede establecer de una vez y para siempre. La realidad es dinámica, y las opiniones de la gente se modifican total o parcialmente con el discurrir de los acontecimientos. De momento, es tan indudable que mucha población del este de Ucrania –y la inmensa mayoría en el centro y el occidente ucranianos– consideró a la operación militar especial lisa y llanamente una invasión, como que mucha gente en el este y en el sur ha visto a las tropas rusas como libertadoras (y muchos, como sucediera en Jersón, cuando las tropas rusas se replegaron, se fueron con ellas). La idea de que Putin quería anexionarse Ucrania para luego continuar con Polonia y eventualmente llegar al canal de la Mancha es tontería o propaganda. Porque, aunque pueda tener elementos neoimperiales, las motivaciones rusas al invadir Ucrania son más defensivas que ofensivas. Aquí la clave es la expansión de la OTAN.

Cuando la Unión Soviética se derrumbó y el antiguo Pacto de Varsovia fue deshecho, la OTAN –en teoría una coalición defensiva– perdió su supuesta razón de ser y, en buena lógica, debería haber sido disuelta. Sin embargo, ocurrió exactamente lo contrario: la OTAN se expandió más allá del Elba, violando lo acordado entre Gorbachov y Bush padre. Más que alianza defensiva, la OTAN fue siempre un instrumento militar hegemónico de EE.UU. La guerra fría no la inició la URSS, sino Estados Unidos. Sobran pruebas al respecto, bien presentadas y resumidas por Perry Anderson en Imperium et Consilium. El carácter más ofensivo que defensivo de la OTAN quedó prístinamente evidenciado con su ampliación luego de que desapareciera su enemigo histórico. La expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas (que llegó a absorber no solo a todos los países extra-soviéticos del antiguo Pacto de Varsovia, sino también a tres de las repúblicas de la ex URSS) siempre preocupó a las autoridades de esta potencia nuclear, y así lo manifestaron reiteradamente. El ingreso de Ucrania a la OTAN fue una línea roja trazada por Putin. Es cierto que Ucrania no llegó a ser parte de la OTAN, pero también lo es que, en medio de la guerra civil del Donbás, recibió enormes cantidades de armamento, se instalaron bases en su territorio y se hicieron tratativas para su ingreso. Como dijera certeramente Rafael Poch de Feliú, “Ucrania no estaba en la OTAN, pero la OTAN estaba en Ucrania”. Desde el punto de vista ruso, la invasión de Ucrania es una guerra preventiva en respuesta a lo que se percibe como una amenaza existencial.


La invasión, desde luego, generó una guerra de resistencia nacional en Ucrania, en la que se involucró mucha gente que no había visto con buenos ojos la guerra civil en el este, y que incluso era favorable a los acuerdos de Minsk que concedían autonomía a esas regiones. Recientemente, altas autoridades europeas (por ejemplo, Angela Merkel) han declarado que, con los acuerdos de Minsk que firmaron, lo único que buscaban era ganar tiempo para rearmar a Ucrania en vistas de recuperar no sólo las provincias del Donbás, sino también Crimea. En esas esferas de poder, declaraciones de este tenor tienen algo de insólitas. Merkel está proclamando a los cuatro vientos que engañó –o al menos intentó engañar– a Putin. Si el objetivo era convencer a los rusos de que los europeos no son confiables, y que no tiene sentido hacer acuerdos con ellos, parece una buena manera de lograrlo. Sin embargo, las declaraciones de Merkel deben ser tomadas como cualquier declaración de figuras políticas acostumbradas a mentir. Que Merkel diga hoy que con los acuerdos de Minsk intentaba ganar tiempo para el rearme ucraniano, y que nunca tuvo la menor intensión de cumplirlos, puede ser cierto. Pero también puede ser una manera de tratar de desentenderse de esa política fracasada, y salvar la ropa ante el acoso de los grupos militaristas alemanes, que, en un clima donde la política se reduce a un moralismo insulso y maniqueo, han convertido a Rusia en representante del mal absoluto.

Esto nos lleva a la otra guerra dentro de la guerra: una guerra híbrida (como se dice ahora, cuando parecería que todo tiene que ser novedoso, ignorando que la hibridez ha sido una característica de las guerras desde hace siglos, si no milenios) por la hegemonía mundial. Una puja entre una potencia hegemónica en crisis (EE.UU.), potencias emergentes (China, y, por detrás, la India asoma) y antiguas potencias que buscan su lugar en el mundo (Rusia, Europa). Que la guerra actual no puede ser reducida a una guerra por delegación (proxy war) de la OTAN contra Rusia, es evidente. Pero negar que también es una guerra por delegación, parece absurdo.

En el capitalismo histórico, toda crisis hegemónica y toda transición de una hegemonía a otra (de la veneciana a la holandesa, de la holandesa a la inglesa, de la inglesa a la estadounidense) tuvo lugar siempre bajo el sino de guerras generalizadas. Muchos creyeron que el escenario nuclear haría inviable la generalización de las guerras –al menos entre potencias–, y que eso implicaba necesariamente, o bien que no hay cambio posible de hegemonía, o bien que el mismo solo puede darse por medios pacíficos (y que los líderes lo comprenderían). Pues no. Hay que tomarse muy en serio la posibilidad de una crisis de hegemonía que dé lugar a guerras generalizadas. Y no se puede confiar en la prudencia y dominio de la situación de líderes que, de la Casa Blanca al Kremlin, coquetean cada día más con la idea de una guerra nuclear y la posibilidad de ganarla. Quizá exagere Emmanuel Todd al afirmar que la Tercera Guerra Mundial ya ha comenzado, pero la posibilidad de que estemos a sus puertas no puede ser tomada con ligereza.

Las grandes y catastróficas conflagraciones del pasado muchas veces se iniciaron con errores de cálculo y con acciones que, en sí y por sí mismas, no podían presagiar el tsunami que generarían. En un mundo inestable, pequeños movimientos pueden tener consecuencias gigantes y completamente imprevistas para los actores. Y el mundo en que vivimos es inestable por demás. A esto hay que agregar un elemento no menor: muchas de las viejas coordenadas políticas, y de los parámetros sociales y culturales que ordenaban la toma de decisiones, se han roto, y nadie tiene muy en claro cuáles son los nuevos. La nuestra es una época de desorientación. Esto facilita las tendencias a la irracionalidad del mundo contemporáneo, cada vez más visibles. Y cada vez más peligrosas.

Las intervenciones militares de EE.UU. en los últimos veinte años no sólo se han hecho recurrentes, sino que cada vez más tienden a tener como resultado guerras civiles devastadoras, sociedades arruinadas, economías destruidas y estados fallidos: Afganistán, Irak, Libia y Siria lo ilustran muy bien. A la crisis de hegemonía, los gobiernos estadounidenses parecen responder con un empleo alocado de su poderío militar. Que el militarismo estadounidense siga una estrategia sensata, incluso en sus propios términos, es cosa discutible. Sus intelectuales de “la gran estrategia” se hallan divididos, por ejemplo, en relación a la situación ucraniana. Para algunos –hoy dominantes en el gobierno– hay que continuar la guerra sea como sea, con el objetivo de desgastar y postrar a Rusia. Para otros, toda la política de incorporación de Ucrania a la OTAN fue un disparate: lo sensato era reconocer las demandas de seguridad rusas, no provocar innecesariamente a Putin y concentrar los esfuerzos en materia de política exterior en China. Para esta corriente de pensamiento la guerra actual no ha hecho otra cosa que echar a Rusia en brazos de China, justamente lo contrario de lo que la política exterior estadounidense debería buscar (y que con tanta astucia consiguiera en el pasado): separar a China de Rusia. Sin embargo, y para decirlo todo, ha logrado separar a Rusia de Alemania, lo cual es un objetivo apetecible para la Casa Blanca, aunque los europeos que conservan algo de conciencia histórica tiemblen al recordar lo que sucedió las dos veces en que Rusia y Alemania se enemistaron.

Como toda guerra, esta también es una guerra de propaganda. “Occidente” la presenta como la lucha entre la democracia y un matón autócrata, aunque la Ucrania de Zelenski no es ni más ni menos democrática que la Rusia de Putin. Por su parte, Putin procura mostrarse como el paladín de un mundo multipolar más allá de la hegemonía estadounidense, y también como el defensor de los valores tradicionales contra la decadencia del mundo occidental. Pero insistamos: todo esto es propaganda, y nadie con sentido crítico debe tomarla demasiado en serio (aunque tampoco ignorarla). Por lo demás, tanto como a lo que dicen, hay que prestar atención a lo que callan.


¿Es inteligente o estúpida la guerra por delegación de la OTAN contra Rusia? Quizá sea pronto para decirlo. Por ahora, los EE.UU. parecen beneficiarse del conflicto, vendiendo gas licuado a Europa, subordinando sin atenuantes a la Unión Europea, desgastando a un enemigo y vendiendo armas a Ucrania. La entrega de armas a Ucrania es un gran negocio para el complejo militar- industrial, pero no está claro quién pagará la factura. La economía ucraniana cayó un 35% durante el primer año de guerra. En este escenario, que Ucrania pueda pagar con recursos propios el armamento recibido es algo tan improbable como una victoria militar sobre los rusos que consiga la recuperación del Donbás y –tal y como ha proclamado Zelenski– de Crimea. Entre tanto, China y Rusia estrechan lazos (una alianza de facto muy comprensible hoy, pero que no tiene nada de intrínsecamente natural, como lo prueban las fuertes desavenencias del pasado no tan lejano). Mientras un mundo «occidental» pigmeo (EE.UU., Europa, Japón, Corea, Canadá y Australia) apuesta por Ucrania y sanciona a Rusia, el resto del mundo (incluyendo históricos aliados de Washington como Israel, Arabia Saudita y Turquía) mira para otro lado y rehúsa plegarse a las sanciones económicas. ¿No es esto crisis de hegemonía?

La misma pregunta podemos hacerla del otro lado. La invasión rusa, ¿ha sido un astuto movimiento por parte de Putin, o una tontería que lo arrojó al lodazal en el que pretendían que se metiera los halcones del Departamento de Estado? No es sencillo decirlo, y la verdad puede ser ambigua. Es posible que Putin pensara que, con un poco de presión, Ucrania se desmoronaría y cedería a sus exigencias. La efímera ofensiva inicial contra Kiev desde el norte pudo haber tenido ese objetivo, aunque también pudo tratarse de una simple maniobra de distracción para que el Ejército ucraniano no pudiera concentrar tantas tropas en el este y sur del país. Creer que con un poco de fuerza Zelenski cedería o se produciría un “cambio de régimen” no era descabellado. Aunque ahora Ucrania es presentada mediáticamente como el paladín de la democracia, lo cierto es que antes de la invasión muchos se preguntaban si no era un estado fallido: estancamiento económico, inestabilidad política, guerra civil en el este, polarización étnica, dominio de oligarquías, corrupción generalizada y millones de emigrantes en un país que parecía sin futuro. Tras la caída de la URSS, Ucrania poseía un PBI per cápita que duplicaba al de Polonia; en 2022, su PBI era la mitad que el de su vecino. Está claro, con todo, que, si Putin pensó que Ucrania se desmoronaría con el envío de unos cuantos batallones, se equivocó. ¿Creía el gobierno ruso en una rápida guerra victoriosa? No es seguro. Aunque muchos analistas en Occidente lo creían: se suponía que Rusia aplastaría militarmente a Ucrania, casi con la misma certeza con la que se creía que Rusia no podría resistir las sanciones económicas. Ambos cálculos fueron errados. Ucrania resistió los embates militares (cierto que con un gran apoyo por parte de la OTAN); Rusia parece afrontar las sanciones sin mucho esfuerzo: no vive una inflación alocada, y no parece tener escasez de insumos (ni civiles ni militares). El rublo, de hecho, se ha fortalecido, y lo que algunos llaman “keynesianismo de guerra” de momento parece funcionar relativamente bien. Pero sería prematuro extraer conclusiones tajantes. No es adecuado analizar un partido observando sólo ciertos momentos. Aunque la inmediatez del capitalismo digital nos tiente a miradas de corto plazo, quien quiera entender deberá elevar la mirada y observar los acontecimientos en la larga duración. Tanto Rusia como el tándem Ucrania/OTAN parecen estar apostando por la prolongación del conflicto, por una guerra de desgaste. Alguno de los bandos se equivoca, y lo peor es que ambos pueden estar errando los cálculos.

La resistencia ucraniana tiene ribetes de heroísmo, pero la distancia entre el heroísmo y la insensatez puede ser muy pequeña.


Como se están dando las cosas, para cualquiera de los actores la guerra tiene un carácter «existencial»: no pueden permitirse perderla. Este es la presunción de quienes ven con horror que, así como vamos, todo este fárrago desemboca ineludiblemente en una conflagración nuclear de consecuencias inimaginables. No se puede descartar la posibilidad de una guerra nuclear. Y no es sensato jugar con fuego. Sin embargo, rara vez las cosas son blanco o negro. Aunque haya una «lógica de la situación» (que en este caso es peligrosísima), siempre hay alternativas intermedias. Hay muchos escenarios posibles en el que nadie pierda ni gane inequívocamente. Una salida negociada buscaría concretar alguno de estos escenarios. De momento, empero, todos apuestan a seguir guerreando: Rusia, porque piensa que está cerca de conquistar todos los territorios que reclama (ahora como territorio ruso, no como repúblicas independientes); Ucrania, porque no acepta pérdidas territoriales y confía en que, con la ayuda del amigo norteamericano, podrá expulsar a los invasores; Estados Unidos, porque ven con buenos ojos el desgaste ruso y acaso porque algunos de sus analistas siguen ilusionados con una “quiebra de Rusia” que lleve, de mínima, a un cambio de régimen, y de máxima, a una partición del país; la Unión Europea, porque no se atreve a desobedecer a Washington. Tras la estrategia de continuar la conflagración hasta la derrota de Putin o la quiebra interna de su régimen, suele estar la presunción de que en la élite rusa hay divergencias. Sin dudas las habrá, pero lo que ya no es tan claro es que Putin exprese las tendencias más autoritarias, belicistas y menos occidentalistas. Lo cierto parece ser lo contrario: Putin dio a lo largo de varios años sobradas muestras de acercamiento a Occidente, sólo para ser desairado una y otra vez. Medvédev es mucho más belicista que Putin; y al interior de la élite rusa, el reproche que se le hace al presidente, en muchos casos, es no haber invadido en 2014, cuando el equilibrio militar respecto de Ucrania era mucho más favorable. Hay quienes creen, con todo, que la elección del momento de la invasión estuvo al menos condicionada por la creencia en que Rusia tiene cierta ventaja militar sobre la OTAN (el verdadero enemigo tras las fachadas) con sus misiles hipersónicos. Pero esto es especulación.


La guerra tiene lugar en Europa, pero la Unión Europea es un actor desdibujado. Los acuerdos de Minsk que ayudó a firmar fueron papel mojado. El eje franco-alemán, que parecía ser dominante, ha sido desplazado. En el contexto militar manda la OTAN, y un nuevo eje político-militar se ha conformado de hecho: Washington, Londres, Kiev, Varsovia. Ni Francia ni Alemania han mostrado gran entusiasmo por el conflicto, pero no han tenido ni el coraje ni la fuerza para poner frenos al belicismo de EE.UU. De hecho, con el transcurso del tiempo, se han ido plegando al militarismo dominante, como ilustra el anuncio del envío a los campos de batalla de tanques alemanes. La cosa tiene mucho de tragicomedia. El impacto de las sanciones económicas a Rusia ha actuado como un bumerang sobre las economías europeas, que viven un proceso inflacionario: sus costes de producción han crecido a causa del incremento de los precios de la energía (haciendo a muchas empresas al menos temporalmente inviables), y algunos países ya han vivido protestas contra la carestía de la vida. Sin embargo, una vez más, los pronósticos más sombríos no se han cumplido: la energía aumentó su precio, pero no escaseó; la población no se murió de frío en el invierno; las empresas viven una situación difícil, pero no se ve que sea una catástrofe. Nuevamente, la pregunta parece ser quién tendrá más resistencia en esta guerra de desgaste. ¿Cuánto tiempo soportará Ucrania una cruenta guerra en su territorio? ¿Podrá seguir aguantando Rusia las sanciones a largo plazo? ¿Cuánto tiempo soportará Europa la presente situación energética e inflacionaria? ¿En qué momento se agotarán los arsenales o mermará la producción de municiones?

Para agregar confusión a esta comedia de enredos que ya se ha cobrado decenas de miles de víctimas fatales, los atentados a Nord Stream I y II han creado una situación casi irreversible –e irreversible a corto plazo– para la estrategia alemana de abastecimiento de gas ruso barato. Los atentados no han sido esclarecidos, pero todo apunta a que fueron obra de un actor estatal, y todas las sospechas recaen en EE.UU., como denunciara la investigación de Seymour Hersch (ganador de un premio Pulitzer), si bien con pruebas escasas y basadas en un único testimonio. A pesar del prestigio periodístico de Hersch y la enorme importancia de su denuncia, el estoico –o servil, según cómo se mire– gobierno alemán permanece en absoluto silencio, a pesar de que los gasoductos eran también propiedad suya y un activo estratégico de suma importancia.

Los historiadores del futuro podrán echar luz sobre las frustradas negociaciones de paz que tuvieron lugar en marzo de 2022. ¿Será verdad que fueron «bloqueadas» por EE.UU. cuando se estaba a punto de llegar a un acuerdo? Esto es, cuanto menos, lo que sostiene Naftalí Bennett, quien por entonces era el primer ministro israelí y mediador en las conversaciones de paz. No es implausible. Pero en verdad, no lo sabemos.

Por otra parte, una guerra es una guerra, y está llena de imponderables. La recuperación por parte de Ucrania de todos los territorios perdidos parece de momento casi imposible. Pero una victoria rusa definitiva es igualmente improbable. Las posibilidades de una salida negociada son hoy remotas, pero todo puede evolucionar con cierta rapidez. Aunque las guerras son brutales por esencia, todavía los actores implicados parecen aplicar ciertos frenos. Pero claro, la guerra tiene dinámica propia, y todo se puede desbocar. Rusia la inició con ciertos recaudos en lo que hace a la población civil, que ha ido perdiendo. La OTAN se ha cuidado de enviar armas que permitan una victoria ucraniana (como aviones de combate y tanques de última generación en cantidades suficientes como para hacer al menos viable una contraofensiva a gran escala), y la razón no es ningún misterio: un revés militar sin atenuantes puede motivar a Putin a emplear armas nucleares tácticas. Sin embargo, poco a poco, el envío de armas ha ido escalando. Todo parece encaminarse a una guerra indefinida. Incluso una «paz armada» parece más factible que un acuerdo entre las partes. Entre tanto, el fantasma de una guerra nuclear sigue asomando la patita.


¿Quién ganará esta guerra? Es difícil predecirlo, y lo más probable es que no haya un ganador nítido. Mucho más fácil es decir quiénes han perdido con ella. Rusia podrá ganar poco, pero Ucrania corre el riesgo de perder mucho, y no solamente en términos territoriales: ¿cómo saldrá su sociedad y su infraestructura material de una guerra de esta envergadura? La posibilidad de una Ucrania multiétnica se ha eclipsado. Entre el yunque y el martillo de dos nacionalismos excluyentes (ambos igualmente indiferentes a la explotación de los trabajadores y comprometidos con la depredación de la naturaleza), quienes apostaban por una Ucrania multiétnica fueron aplastados. Quizá en un futuro no tan lejano vuelva a ser posible. No hay que apresurarse a sacar conclusiones taxativas. Las relativamente amistosas relaciones entre Vietnam y EE.UU. durante los años noventa hubieran sido impensables en 1975, al igual que el actual acercamiento entre Rusia y China. Pero, por ahora, tanto el multiculturalismo como el internacionalismo han perdido la batalla. Quienes defienden la libertad y el derecho a la libre información han perdido con esta guerra: en Rusia, sin duda, pero también en Ucrania y en Europa. Los trabajadores han perdido en casi todas partes. Los muertos son casi todos de clase trabajadora. Mientras en el frente se libran combates cruentos, en la retaguardia ucraniana se aprueba legislación que precariza el empleo y fortalece las condiciones neoliberales: y quien protesta, es considerado un peligroso saboteador del esfuerzo de guerra. Las cosas no están mucho mejor en Rusia (con la diferencia obvia de que no experimenta destrucción de infraestructuras ni víctimas civiles). Sea cual sea el resultado en los campos de batalla, lo que es seguro es que la clase trabajadora, en ningún país, se verá beneficiada. Señal de nuestros tiempos, la izquierda ha quedado fuera de juego en esta crisis. En Europa, casi todo la centroizquierda y parte de la izquierda se hicieron lisa y llanamente otanistas. En Rusia, pocos pudieron resistir las tentaciones belicistas y nacionalistas: la oposición a la guerra, encomiable desde todo punto de vista y que ha resistido presiones y represiones, sigue siendo minoritaria. En Ucrania, casi toda la izquierda se vio fuertemente empujada a abandonar una perspectiva internacionalista y plurilingüística, abrazando de buena o mala gana, con o sin reparos de conciencia, en nombre de la defensa de la patria invadida, el nacionalismo étnico. La lucidez y el coraje de un Volodimyr Ishchenko gozan de todo nuestro respeto, apoyo y admiración. Pero la suya sólo puede ser, de momento, una posición políticamente marginal dentro de Ucrania. Por lo demás, no hay ni es factible que haya (tanto por razones de correlación política de fuerzas, como de características de la guerra en curso, e incluso de conformación geográfica) una izquierda que resista con milicias o guerrillas a las tropas de Putin, pero luchando con independencia de Zelenski y, por extensión, con autonomía respecto de la OTAN.

La casi total ausencia de un movimiento internacional de masas por la paz es síntoma de la tendencial irracionalidad del mundo actual, y de la debilidad y desorientación de las fuerzas de izquierda. El riesgo de que la demanda pacifista sea capitaneada y capitalizada por fuerzas de extrema derecha, ante la pasividad de la izquierda, es ciertamente real, y sumará a la confusión ideológica y política de los tiempos que corren.

La cuantiosa presencia de grupos neonazis en el ejército ucraniano no le otorga un carácter fascista a su régimen, que siegue siendo neoliberal (ni siquiera el esfuerzo de guerra ha debilitado las tendencias privatizadoras y fortalecido a las empresas públicas). Mucho menos, obviamente, le cambia ese carácter la presencia de un puñado de anarquistas o marxistas incrustados entre las tropas. La Ucrania de posguerra se parecerá, con toda probabilidad, mucho más al Perú de Fujimori que a la Alemania de Hitler. Para no hablar de la Ucrania de Majnó que quiso hacer realidad la utopía del comunismo libertario.



Post scriptum

Cuando este texto ya estaba concluido, el 24 de febrero se dio a conocer un plan de paz propuesto por China. Si se trata de una iniciativa que busca seriamente la paz o, por el contrario, de una maniobra diplomática tendiente a posicionar simbólicamente a China como la «potencia pacífica» y, acaso, legitimar un acercamiento mayor con Rusia, es aún pronto para saberlo. Aunque deseamos que esta propuesta dé inicio a una mesa de diálogo, debemos manifestar nuestro escepticismo de que tal cosa ocurra y prospere en el corto plazo.